Sin lugar a dudas, lo mejor que
tiene la Iglesia
son sus santos. En ellos se muestra la verdad de la Iglesia misma, en ellos se
verifica qué significa ser hijo de Dios e hijo de la Iglesia. Durante
XXI siglos de cristianismo, los santos -¡y cuántos son!, ¡incalculables!- han
embellecido a la Iglesia,
una y otra vez, constantemente, de mil maneras distintas, con tonalidades
diferentes.
Cuando
se quiere conocer qué es la
Iglesia, cuando se pretende estudiar el misterio de la Iglesia –con el tratado de
“eclesiología”-, resulta imprescindible detenerse en esta “eclesiología de los
santos” o “ciencia de los santos”, ya que, si no es así, se corre el peligro de
valorar a la Iglesia
externamente y desde fuera, como institución humana o como bienhechora por sus
acciones educativas, sociales o caritativas, como una ONG más de nuestro mundo.
No llegarían al núcleo, no tocarían su centro, el Misterio de la Iglesia les quedaría
velado, no alcanzarían a descubrirlo y maravillarse.
Los
análisis simples no pueden percibir el misterio de la Iglesia. Las claves únicamente
sociales, aplicadas a la
Iglesia, sirven de poco. La Iglesia es más que todo
ello. Su verdad última está en los santos, que son la mejor realización de la Iglesia, sus frutos
reales, la confirmación del origen divino de la Iglesia.
La Iglesia es Madre porque
engendra hijos para Dios en las aguas bautismales y los santifica. La Iglesia es Madre porque
engendra santos. La Iglesia
es el firmamento del mundo con la constelación de los santos, como estrellas,
que señalan nuevas rutas para los hombres. La Iglesia, con los santos,
es una lámpara en la ciudad secular, puesto en lo alto para iluminar a todos en
las noches de la historia.
¡No
hay más! La verdad de la
Iglesia son sus santos; el contenido íntimo de la vida de la Iglesia es la santidad; el
fin de la Iglesia
es santificar a sus hijos con la gracia que el Espíritu le comunica. Así es
como la Iglesia
se muestra feliz, brillando en sus santos, sus mejores hijos:
“[En los santos] Dios es
glorificado; la Iglesia
no cesa de engendrarle hijos que dan a conocer su nombre mediante el testimonio
concreto y persuasivo de las virtudes teologales y cardinales.
La Iglesia despliega ante el
mundo su secreto más profundo y vital, la corriente santificadora que la inunda
totalmente, brotando del mismo corazón de Dios Uno y Trino.
Y también el género humano queda
ennoblecido y embellecido, porque continúa produciendo en su regazo modelos de
humanidad acabada y fidelidad a la gracia, los cuales nos dicen que, a pesar de
todo, el bien existe, el bien actúa, el bien se difunde, aunque sea
calladamente, y al fin supera con sus beneficiosos influjos el rumor
ensordecedor, pero estéril y deprimente, del mal” (Pablo VI, Hom. en la
beatificación de Ezequiel Moreno y otros siervos de Dios, 1-noviembre-1975).
La Iglesia está viva y es joven.
Recibiéndolo todo de su Cabeza y Esposo, Jesucristo, pone en juego todos los
dones y gracias y ofrece en cada generación un hermoso ramillete de santos para
gloria del Padre. La vida íntima y real de la Iglesia es la santidad,
concretada luego en infinitos e innumerables hijos suyos.
Los
santos son la prueba de la vitalidad de la Iglesia; no son los planes pastorales que se
acumulan con papeles y más papeles; tampoco es la vitalidad de la Iglesia los espectáculos
de masas (del tipo que sean y con buena intención), enardecidas por un momento,
ni los parámetros con los cuales la sociedad actual puede medir el éxito de un
grupo, empresa o institución humana. La mejor manera de valorar la vida real de
la Iglesia,
su sorprendente vitalidad, son sus santos y la capacidad permanente de seguir
generando santos, en tantas culturas distintas, en tantas épocas históricas tan
diferentes entre sí.
El
criterio de la vitalidad de la iglesia es muy sencillo entonces: ¡la santidad
es la vida de la Iglesia!
“La Iglesia, sobre todo, está
viva porque la santidad penetra en sus miembros; una santidad verdadera,
sufrida, probada con las mismas dificultades que experimentamos hoy nosotros, y
que por ello demuestra ser posible, ser real, y estar presente en los hombres y
en las mujeres de la más reciente generación, como igualmente, no lo dudamos,
en los de la nuestra y de la futura” (Pablo VI, Disc. al Colegio Cardenalicio,
22-diciembre-1975).
Por
eso nada mejor puede entregar la
Iglesia al mundo, nada mejor para el servicio de la
humanidad, que generar nuevos santos que transfiguran este mundo y lo ordenan
según Dios. La santidad es el hilo conductor, el nexo de unión, la clave
última, el parámetro de medida, la piedra de toque, de todas las acciones de la Iglesia.
Es
profundamente consolador ver la fecundidad de la Iglesia a lo largo de la
historia y también su fecundidad actual, contemporánea a nosotros:
“Fue [el Año Santo] una invitación
persuasiva y repetida a la vida interior, personal, religiosa, ejemplar: un poner
de relieve que solamente en la búsqueda sincera de Dios, hecha con la oración,
con la penitencia, con la metanoia de todo el ser, se pueden acelerar los
éxitos verdaderos de la vida cristiana y apostólica, y poner en práctica la
primera y siempre viva llamada del Señor a la santidad: se han cumplido los
tiempos y se aproxima el reino de Dios; arrepentíos y creed en el Evangelio (Mc
1,15). Sed, pues, perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5,48).
El mundo de hoy tiene necesidad de
esta presencia y de este testimonio por parte de los cristianos; es un mundo
que corre el riesgo de hundirse bajo sus mismas contradicciones; el loco
consumismo y las irritantes disparidades sociales, la violencia destructora de
las instituciones… Ante el enfurecimiento de intereses opuestos, perniciosos
para el verdadero bien del hombre, es necesario proclamar de nuevo, en voz
alta, las grandes palabras del Evangelio, las únicas que han dado luz y paz a
los hombres, en otros trastornos análogos de la historia” (Pablo VI, Disc. al
Colegio Cardenalicio, 21-mayo-1976).
La
santidad es la vida íntima de la Iglesia. La
santidad de sus hijos, además, es el criterio de vitalidad de la Iglesia. Por ello hay que
vigilar –tal vez revisar y corregir- las acciones pastorales hoy de la Iglesia, evitando caer en
un activismo pastoral, o en una falsa creatividad, o en la conducción de la Iglesia como si fuera una
empresa mundana (reuniones multiplicadas, balances, etc.), o en la
secularización interna de la misma Iglesia. La santidad será el criterio: todo
lo que favorezca la santidad o conduzca a la santidad, será válido; todo
aquello que, por el contrario, en la
Iglesia no sirva para la santidad, sino que distraiga o
mundanice, será un estorbo, un escollo y hasta una traición a sí misma.
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