Aceptar no es que todo “nos guste”, le encontremos sabor agradable y
coincida con nuestro deseo y voluntad. Aceptar es prestar nuestra colaboración
en el plan que Él nos muestra y señala a cada uno y que incluye el sufrimiento
y la cruz.
No es que nos agrade, podemos pedir que pase de nosotros el cáliz[1], pero deseando hacer la
voluntad de Dios en donde hallamos el sentido y la plenitud de la existencia
(“Nuestra paz, Señor, es cumplir tu voluntad”, preces Laudes Viernes II
Salterio).
“Acoger el sufrimiento no es compadecerse en él. No es amar el sufrimiento por sí mismo. Es consentir ser humillado. Es abrirse al beneficio de lo inevitable, como la tierra que deja que el agua del cielo la penetre hasta el fondo de sus entrañas. Hay todo un arte de sufrir que no hay que confundir ni con el arte de cultivar el sufrimiento ni con el arte de evitarlo. El que se hace la víctima y se autoenternece por su dolor, pierde inmediatamente sus beneficios. Y lo mismo le pasa al que se repliega sobre su dolor y alcanza un gozo perverso saboreando su amargura. Cuando llega, no hay que rechazar el sufrimiento ni ceder ante él. No hay que luchar ni tratar de engañarle. Hay que acogerlo sin demasiada complacencia. Pero tal acogida nunca es definitiva. Por eso constituye el más alto ejercicio de libertad... El único medio de ser feliz es no ignorar el sufrimiento y no escapar de él, sino aceptar su transfiguración. Tristitia vestra vertetur in gaudium [vuestra tristeza se convertirá en alegría]”[2].
Hemos de ser conscientes que rechazar el sufrimiento, rebelarnos
contra la cruz debilita nuestra vida teologal porque la fe duda de la bondad de
Dios (¿cómo Dios, si es bueno y me ama, permite esta cruz en mi vida?); la
esperanza, al no ver ni horizonte ni salida, desconfía en que las promesas de
Dios se puedan cumplir; el amor se enfría al no sentir el Amor de Dios, sino el
silencio y el abandono de Dios, e incluso la desolación del alma (como Jesús
crucificado).
De lo cual se deduce que ejercitar la vida teologal en el
sufrimiento, en una existencia crucificada, es heroico (los santos son santos canonizados
por haber vivido heroicamente las virtudes teologales) y, además de ser
heroico, es medio eficaz de reparación.
Del sufrimiento aceptado, Dios saca bienes: nos une a Cristo Redentor
en su Cruz gloriosa, hace madurar las virtudes teologales y las virtudes
morales y humanas (paciencia, abnegación, prudencia, templanza...), y, por
tanto, colabora en bien de la santidad de la Iglesia, reparando así con mi cruz, el pecado de
los miembros de la Iglesia.
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