2. ¿Una liturgia bella?
Si
avanzamos un poco más en la reflexión, habremos de ir a lo nuclear de la
liturgia. ¿Qué es la liturgia? ¿Meras ceremonias? ¿Unos ritos obligatorios que
apenas dicen nada? ¿Un código ininteligible, y hasta aburrido, de acciones que
desarrollan unos pocos mientras todos los demás asisten como espectadores?
¿Qué
es la liturgia? ¡Es acción de Dios!, el gran protagonista de la liturgia es
Dios mismo, que se revela en su Palabra y en sus sacramentos, que actúa, que
salva, que santifica, que redime. La liturgia es el lugar especialísimo de la
epifanía de Dios, de su manifestación, donde se da. Así se comprende, en primer
lugar, que es su Belleza inefable la que entra de lleno en el misterio de la
liturgia y que la liturgia sea el lugar primero de la Belleza divina, palpable,
accesible a todos.
Por
la liturgia “se ejerce la obra de nuestra Redención” (SC 2), actuando la fuerza
y belleza del Misterio pascual de Cristo. Cristo es el centro de la acción
litúrgica y todo es posible porque el Espíritu Santo, el divino Artista,
santifica, consagra: “El deseo y la obra del Espíritu en el corazón de la Iglesia es que vivamos de
la vida de Cristo resucitado. Cuando encuentra en nosotros la respuesta de fe
que él ha suscitado, entonces se realiza una verdadera cooperación. Por ella,
la liturgia viene a ser la obra común del Espíritu Santo y de la Iglesia” (Catecismo,
1091).
Es
una acción divina en primer término. La Iglesia celebra la liturgia y la recibe como un
tesoro, algo que le es dado, siendo administradora, sierva, y no dueña para
manipular la liturgia a su gusto. El mismo Concilio Vaticano II define la
liturgia como una “obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado
y los hombres santificados” (SC 7), de forma que la liturgia es la
glorificación de Dios ante todo, donde se glorifica a Dios y de Dios se recibe
la santificación.
Así,
sin duda alguna, la liturgia y la belleza están relacionadas en su mismo ser.
La liturgia es el lugar de la manifestación y comunicación de la Belleza de Dios; “la
liturgia, como también la
Revelación cristiana, está vinculada intrínsecamente con la
belleza: es veritatis splendor”
(Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 35). Si la liturgia es “el cielo en la
tierra”, como la definiera Juan Pablo II (Orientale lumen, 11), la Belleza de Dios
resplandece en nuestra liturgia terrena, en la liturgia que cada día se
celebra, en la Misa
dominical, en los sacramentos, en la Liturgia de las Horas.
Todo en la liturgia ha
de ser bello y hermoso; todo deja translucir el Misterio de Dios:
“La belleza de la
liturgia es parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios
y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra. El memorial del
sacrificio redentor lleva en sí mismo los rasgos de aquel resplandor de Jesús
del cual nos han dado testimonio Pedro, Santiago y Juan cuando el Maestro, de
camino hacia Jerusalén, quiso transfigurarse ante ellos (cf. Mc 9,2). La
belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más
bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su
revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la
acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza” (Benedicto XVI,
Sacramentum caritatis, 35).
Todo
en la liturgia, por esa naturaleza tan especial, confluye y sirve para la
glorificación de Dios y para que Cristo siga santificándonos y redimiéndonos.
Todo en la liturgia se pone al servicio de Cristo, con la mayor dignidad
posible:
“Con razón, pues, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de
Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera,
realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es
decir, la Cabeza
y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración
litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdotes y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada
por excelencia” (SC 7).
La
belleza en la liturgia incluye todos sus elementos y ritos. Debe estar en todo,
todo debe ser hermoso y bello porque es para el Señor, para la glorificación de
Dios.
Los
signos de la liturgia y los elementos materiales (pan, vino, agua, aceite, luz)
deben ser expresivos, significativos, para las realidades espirituales que van
a comunicar y transmitir. Lo artificioso no cuadra bien con la naturaleza de la
liturgia y sentido de ofrenda al Señor (cirios o flores artificiales, etc.).
Los
gestos del sacerdote, de los ministros o de los fieles (inclinaciones
profundas, inclinación de cabeza, genuflexión, extensión de las manos,
imposición de manos, santiguarse, etc.) son signos bellos si se realizan con
gravedad, con unción, conscientes de lo que se hace y ante Quién se hacen. “Los
gestos y posturas corporales, tanto del sacerdote, del diácono y de los
ministros, como del pueblo, deben tender a que toda la celebración resplandezca
por el noble decoro y por la sencillez” (IGMR 42).
Todo
debe brillar por su limpieza, por su orden y pulcritud. El decoro es
imprescindible; el desorden y la dejadez afectan a la liturgia, distraen, desdicen
del culto divino.
Las
vestiduras litúrgicas (casulla, capas pluviales, albas, etc.) igualmente deben
estar al servicio del Señor, y, por tanto, bellas, hermosas en su corte y
tejido, limpias, bien cuidadas, revelando que están en función de las cosas
santas. “Es conveniente que las vestiduras sagradas mismas contribuyan al
decoro de la acción sagrada” (IGMR 35); “Es conveniente que la belleza y la
nobleza de cada una de las vestiduras no se busque en la abundancia de los
adornos sobreañadidos sino en el material que se emplea y en su forma. Sin
embargo, que el ornato presente figuras o imágenes y símbolos que indiquen el
uso litúrgico, evitando todo lo que desdiga del uso sagrado” (IGMR 344).
Lo
mismo habrá de decirse de los vasos sagrados y otros utensilios (cáliz, patena,
copón, custodia, incensarios, acetres…): por su forma, material, diseño, deben
revelar la belleza del Misterio al que sirven. “En lo tocante a la forma de los
vasos sagrados, corresponde al artista fabricarlos del modo que responda más a
propósito a las costumbres de cada región, con tal de que cada vaso sea
adecuado para el uso litúrgico a que se destina, y se distinga claramente de
aquellos destinados para el uso cotidiano” (IGMR 332).
En definitiva, y como
criterio para todo, “procúrese diligentemente que también en las cosas de menor
importancia, se observen oportunamente los postulados del arte y que siempre se
asocie la noble sencillez con la elegancia” (IGMR 335).
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