Con espíritu generoso de ofrenda, vivir en amorosa actitud penitencial
todos aquellos momentos que la sabiduría espiritual de la Iglesia señalan.
Es penitencia –siempre con amor que se ofrece- el cumplimiento de las
leyes y los deberes del propio estado (matrimonial, religioso, sacerdotal,
consagración, oficios y trabajos).
Muchas veces cuesta hacer aquellas cosas
cotidianas que son ineludibles y obligatorias, pero adquieren un valor redentor
cuando las hacemos y las realizamos bien,
con la mejor perfección posible y esmero, “henchidos de Dios”[1].
Nos vamos santificando al
realizar las pequeñas cosas diarias de nuestro oficio o vocación, y son fuente
de redención y santificación si las hacemos con amor oferente.
Una segunda fuente de penitencia es la aceptación de la cruz,
abrazarse a la cruz, integrando, con amor reparador, las dificultades y
sufrimientos de la propia vida, sirviendo “con generosidad de espíritu”[2], “haz que aceptemos con
generosidad las contrariedades de la vida”[3].
En bastantes ocasiones
las preces de las Laudes, que son preces de consagración y santificación del
día[4], presentan este aspecto
reparador de la cruz diaria, de las dificultades y contrariedades; de hacer de
la jornada con sus trabajos, desvelos y afanes un sacrificio espiritual
agradable al Padre. Algunos ejemplos pueden ser iluminadores:
Concédenos, Señor, que con el
corazón puro consagremos el principio de este día en honor de tu resurrección,
y que santifiquemos el día entero con trabajos que sean de tu agrado (Miércoles
I Salterio).
Tú que te
entregaste como víctima por nuestros pecados, acepta los deseos y proyectos de
este día (Jueves I)
Señor, Sol de
justicia, que nos iluminaste en el bautismo, te consagramos este nuevo día
(Sábado I)
Que sepamos
bendecirte en cada uno de los momentos de nuestra jornada y glorifiquemos tu
nombre con cada una de nuestras acciones (Sábado I).
Así las preces de Laudes indican un modo de vivir en Cristo toda la
jornada, uniéndonos a Él, ofreciéndolo todo a Él como reparación amorosa[5]. Vivir todo en paz, con
grandeza de ánimo, sabiendo que Cristo el Señor reproduce en nosotros sus
misterios, los graba con el fuego del Espíritu Santo, nos configura a Él,
redimiéndonos y permitiendo que trabajemos con Él (“El Padre siempre trabaja y yo también trabajo”, Jn 5,17) por la
salvación del mundo.
Un tercer modo de penitencia son los ejercicios de piedad, de caridad
y de mortificación que cada uno, libremente, realice. Estos ejercicios de
penitencia sellan nuestro amor al Señor, lo ratifica, lo expone, “llevando en nuestro cuerpo la muerte de
Jesús para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo”
(2Co 4,10) y de ese modo, “completamos en nuestra carne lo que falta a
la pasión de Cristo” (Col 1,24).
Pero todo acto de piedad, de caridad o de
mortificación pueden caer en una ascesis fría y seca, o en una máscara externa
que no afecta a lo interior como Jesús denunció en tantas ocasiones a los
fariseos[6]. Sólo el amor puede ser el
motor, el quicio, el centro y el fin de toda penitencia personal libremente
elegida. Sin amor, la penitencia es perversión, carga, yugo que oprime y puede
llevar al alma por derroteros de vanidad y soberbia espiritual; en frase de
Sta. Teresa: “el Señor no mira tanto la grandeza de las obras, como el amor con
que se hacen”[7].
Sólo el amor da sentido católico y evangélico a la penitencia personal porque
aunque diésemos limosna y repartiéramos todo a los pobres, sin el amor
reparador, no sirve para nada; e incluso, si echásemos el cuerpo a las llamas
en ofrenda y martirio, sin el amor que es su origen y contenido, de nada sirve[8].
Ésta es la doctrina de la
Iglesia, enriquecida en algunos casos con indulgencia
plenaria, de modo que, directamente, según las disposiciones de la Iglesia, se convierte en
reparación (que sabemos aceptada por Dios) a favor de uno mismo o de los
difuntos; e indirectamente, en virtud de la comunión de los santos, lo
ofrecemos por otras tantas cosas, necesidades y personas con la esperanza de
que Dios acepte nuestra reparación.
Junto al amor, la aceptación del sufrimiento, de la cruz, de las
dificultades. Siendo criaturas, como somos, el acto más connatural es aceptar y
obedecer la voluntad del Creador, no sólo lo que nos gusta, sino también lo que
nos contraríe, lo que nos desagrade, lo que tenga de costoso e incluso de
sufrimiento. Esto, venido de Dios según la sabiduría de la cruz y el misterio
de salvación que es inabarcable para el espíritu humano, nos es entregado en
primer lugar, como purificación por los propios pecados. Y lo que transforma el
dolor en redención, el sufrimiento en sacrificio es el ofrecerlo a Dios, esto
es, el aceptarlo e integrarlo en la vida.
¡Cuántas cosas y ocasiones
desperdiciamos, que bien pudieran ser ofrecidas y ser instrumentos de redención,
por nuestra rebeldía que se resiste a doblegarse ante el plan salvador de Dios
y su cruz redentora!
¡Cuántos momentos en la vida en los que nos rebelamos
contra la cruz en la propia existencia, hasta que la gracia vence toda
resistencia, nos llenamos de paz abrazados a la cruz y la hacemos fuente de
redención al aceptarla y ofrecerla!
“En el orden de la redención, el estado del cristiano como tal significa ya un estar en cruz y expiación. Ser cristiano significa siempre estar sacrificado; incluso antes de que el individuo haga su aportación consciente al sacrificio de la cruz. Y la cristiandad es la comunidad de aquellos a los que Dios, en virtud de una elección amorosa, hace que participen del efecto y pasión redentores de su Hijo. La comunidad de Cristo se compone de aquellos que han sido redimidos por Cristo, pero esos redimidos son de forma súbita e inmediata también aquellos que, entroncados en el evento de la redención, se convierten en co-auxiliares en la obra de la redención mediante el sacrificio de ser cristianos”[9].
El camino primero, pues, aceptar la cruz que nos viene del Señor como
redención, sabiendo que tenemos como modelo y fuente de toda gracia a Cristo
crucificado.
Y el segundo medio las mortificaciones y actos de piedad buscados
libremente, si bien de nada servirían si negamos la cruz personal, porque ésta
viene del Señor, las mortificaciones, de la voluntad humana. Realicemos, pues,
la voluntad de Dios y luego vivamos las mortificaciones y penitencias que
creamos convenientes (no vaya a ser que queramos hacernos santos a nuestra
medida, no con la santidad que Dios nos haya diseñado, e impidamos que Dios sea
Dios en nuestra vida).
[1] S. Juan de Ávila, plática
a los sacerdotes, titulada: “Hacer las cosas con perfección, henchidos de
amor”.
[2] Preces Laudes Jueves II Salterio.
[3] Preces Laudes común de mártires.
[4] “Como es tradicional en la
oración que, sobre todo por la mañana, se encomiende a Dios toda la jornada, en
las Laudes matutinas se hacen invocaciones para encomendar o consagrar el día a
Dios” (introducción General a la
Liturgia de las Horas, nº 181), distinguiéndose las preces de
consagración de Laudes de las preces de intercesión y petición de Vísperas
(IGLH 182), que son dos preces de estilo y contenido diferentes. Es bueno
recordar que las Laudes matutinas “están dirigidas y ordenadas a santificar la
mañana” (IGLH 38) mediante la salmodia, la lectura que ilumina el día, el
cántico del Benedictus y el “ofrecimiento del día”, la consagración de la
jornada por medio de las preces de Laudes: “en las Laudes se han unas preces
para consagrar a Dios el día y el trabajo; en las Vísperas, las preces son de
intercesión” (IGLH 51). Si cada día con las preces de Laudes santificamos el
día, ofrecemos al Señor nuestro trabajo y lo consagramos a Él, ¿qué sentido
lógico puede tener repetir luego lo mismo haciendo un acto privado de
“ofrecimiento de obras”? El verdadero ofrecimiento ya ha sido realizado al
rezar con la Iglesia
y en nombre de la Iglesia,
las preces de Laudes.
[5] No sólo las preces de
Laudes en el Tiempo Ordinario, sino durante todo el año litúrgico muestran la
misma tónica, que preferimos repetir y reafirmar: “Tú que por la fe nos has
llevado a la luz, haz que te agrademos también con nuestras obras” (Miércoles II
de Adviento); “Tú que nos has dado el pleno conocimiento de Dios, nuestro
Padre, ayúdanos a vivir plenamente de tu palabra por nuestra fe y por nuestras
obras” (7 de enero); “Que con nuestro trabajo, Señor, cooperemos contigo para
mejorar el mundo” (Martes I de Cuaresma); “Haz, Señor, que la fuerza del
Espíritu Santo nos purifique y nos fortalezca, para que trabajemos por hacer
más humana la vida de los hombres” (Miércoles II de Pascua).
[6] Mt 9,14; 12,2; 15,1; 16,12; 23.
[7] VII Moradas, 4,15.
[8] Cf. 1Co 13.
[9] VON BALTHASAR, Estados de
vida del cristiano, pág. 161.
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