A distancia de años, e incluso de
siglos, se cae en una impresión falsa y superficial sobre los santos. Los
miramos tan de lejos y se tiene una imagen tan idílica de la santidad, que
parece que vivieron siempre entre ángeles, con una vida más fácil, sencilla y
gozosa que la nuestra y que por eso son santos, mientras que nosotros lo
tenemos sumamente difícil y ni vemos ni oímos ángeles, ni palpamos el Misterio
como ellos.
Se
crea una ficción imaginaria sobre los santos, como si todo les resultase
agradable y rápido, sin luchas ni debilidades ni tentaciones porque ya eran
santos desde la cuna… y lo contrastamos con nuestra realidad humana, cristiana,
de cada día, y nos parece imposible que alcancemos nosotros la santidad alguna
vez. ¡Son demasiados frentes los que tenemos abiertos, demasiadas tentaciones,
debilidades y pecados! ¡Son muchas las luchas que arrastramos, el estrés del
trabajo y ritmo de vida, el ambiente secularizado, las persecuciones abiertas o
solapadas contra el catolicismo y la fe! Entonces desistimos de la santidad y
nos conformamos con los mínimos de la vida cristiana, con un poco de bondad y
amor para aquellos que son buenos o que nos quieren. Pero, entonces, ¿qué
mérito tenemos (cf. Mt 5,46)?
Una
mala lectura de los santos, una ficción de nuestra imaginación, más las
leyendas hagiográficas de tiempos ya muy remotos, han sido los presupuestos
para desalentarnos y apartarnos del camino de la santidad.
Sin
embargo, si se sabe leer bien, las vidas de los santos, de todos ellos sin
excepción, nos hacen descubrir que ellos son verdaderos conocedores del
misterio de la Cruz
de Jesucristo, que esa Cruz no les fue ahorrada sino que se puso sobre sus
hombros, y que no les fue nada fácil vivir en santidad como ahora creemos y
soñamos.
El
santo es quien mejor conoce el valor y el peso del sacrificio de Cristo y las
dimensiones de la Cruz,
porque de ese sacrificio participaron (cf. Col 1,24) y en el día a día cargaron
realmente con la cruz siguiendo a Jesucristo. Se pudiera decir –metafórica,
alegóricamente- que el beso a la cruz de la liturgia del Viernes Santo no era
tanto un beso ritual como fue para ellos un sello, una alianza, una promesa, y
que sabían muy bien lo que hacían al besar la cruz.
Pasaron
por purificaciones interiores, desolación, oscuridad y en muchas ocasiones iban
a tientas, sin sentir a Dios ni ver a Dios, sólo movidos por una gran fe. La
oración se les hacía pesada: estaban ante Dios pero no recibían nada sensible
de Él, como si estuvieran perdiendo el tiempo; ni una luz, ni un consuelo, ni
un sentimiento, ni una palabra. ¿Estaba Dios con ellos? ¡Sí!, pero en la
tiniebla. Y los santos sufrieron y perseveraron en esa oscuridad y desolación.
“La vida de los santos nos documenta sobre estos fenómenos de purificación
espiritual y de ascensión fatigosa en el camino de la santidad” (Pablo VI,
Audiencia general, 1-agosto-1973).
Por
otra parte, experimentaron decepciones humanas, fracasos e incomprensiones, así
como también algunos de ellos la “persecución de los buenos”, de otros
católicos, de miembros de su misma Orden o Instituto, que carentes de
discernimiento y guiados por una falsa prudencia humana, entorpecieron la vida
y la misión del santo e incluso intentaron derribarlo. Fueron atacados por
miembros de la misma Iglesia.
Además
hay que sumar los trabajos, grandes, por realizar la misión que Dios les
confiaba así como los padecimientos y enfermedades… Sabían, y muy bien, lo que
era cargar con la cruz y así señalan para nosotros la forma correcta, cierta,
de vivir la santidad abrazados a la cruz, cargando con ella: “Recordémoslo en
una de las vicisitudes, desgraciadamente comunes e inevitables, de nuestra vida
temporal; cuando el sufrimiento nos prueba y nos consume, éste puede asociarse
al sufrimiento de la cruz y adquirir su valor; no maldigamos el dolor; no lo
privemos del valor moral y espiritual que dicho dolor, unido al de Cristo,
puede revestir” (Pablo VI, Alocuc. en el Viacrucis del Coliseo, 29-marzo-1975).
La
cruz, de una u otra forma manifestada, revela la verdad del seguimiento del
Señor y es la marca de Cristo para sus elegidos. Los santos supieron bien lo
que es la cruz y sus consecuencias; conocieron la adversidad interior y
exterior, dificultades de todo género, la heroica lucha por la fidelidad al
encargo de Dios. No se asustaron, no rehusaron, no rechazaron el encargo. Caminaron
según quería el Señor: hombres cabales y bien curtidos en mil combates y
dolores, trabajos y sacrificios, dificultades y persecuciones. Así se comprueba
una vez más y con otra perspectiva cómo la Iglesia, la santidad y la cruz forman una
realidad única, entrelazada, inseparable: no existe la Iglesia sin la cruz y sin
santidad, como no existe santidad en la Iglesia sin la huella y el peso de la cruz.
“El dolor, o digamos la palabra que
lo resume y lo transfigura, la cruz, se compenetra con el oficio apostólico; es
decir, con la edificación de la Iglesia. No
se puede ser apóstol sin llevar la cruz. Y si hoy el honor y el deber del
apostolado son ofrecidos a todos los cristianos indistintamente, porque la vida
cristiana se revela con nueva claridad tal como es y debe ser, efusiva del
tesoro de verdad y de gracia del que ella es portadora, es señal de que la hora
de la Cruz ha
llegado para todo el Pueblo de Dios, todos debemos ser apóstoles, todos debemos
llevar la cruz (cf. Jn 12,14ss). Para construir la Iglesia es necesario
fatigarse, es necesario sufrir.
Esta construcción echa por tierra
ciertas concepciones equivocadas de la vida cristiana, cuando ésta es
presentada bajo el aspecto de la facilidad, mejor dicho de la comodidad y del
interés temporal y personal, mientras que debe llevar siempre impresa sobre su
propio rostro la señal de la cruz. La señal del sacrificio tolerado, mejor
dicho, realizado por amor; por amor de Cristo y de Dios, y por amor del
prójimo, ya esté próximo o lejano.
No es ésta una visión pesimista del
cristianismo; es una visión realista, especialmente en orden a su edificación,
a su consolidación como Iglesia. La
Iglesia debe ser un pueblo de fuertes, un pueblo de testigos
valientes, un pueblo que sabe sufrir por la propia fe y por su difusión en el
mundo. En silencio, gratuitamente, y siempre por amor…
Con la virtud, la fortaleza, el
dolor, la paciencia, el sacrificio y la cruz se construye con Él y por Él, la Iglesia de Cristo” (Pablo
VI, Audiencia general, 1-septiembre-1976).
Esto
es lo que vivieron los santos y aprendieron por su propia experiencia. No, no
les fue más fácil ser santos, no tuvieron mejores condiciones personales o
eclesiales o ambientales que nosotros. Pero se abrazaron a la Cruz, caminaron y alcanzaron
la meta.
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