domingo, 20 de octubre de 2019

Oración es Comunión vital con Cristo

                El proceso orante es un proceso cristológico. La oración es una cristología viva, existencial. Yo voy saliendo de mí mismo, de mi pecado y egoísmo, para llegar cada vez más a Cristo y, al final, “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,19). Uno se va vaciando de uno mismo, de sus pecados y mediocridades... o de su propio yo, su propio ser, como el mismo Cristo Jesús que se despojó de su rango (Cf. Flp 2,5-11), que siendo rico se hizo pobre (Cf. 2Co 8,9) para que nos enriqueciéramos con su pobreza. Entonces uno se vacía de su yo (de su egoísmo) para llenarse de un Tú, que plenifica ese “yo rebajado”, y el alma empieza a participar de la vida divina.




                * El grito: ¡Señor!

                Cuando uno comienza a vivir la oración, viene cargado de muchas cosas, principalmente preocupaciones, agobios, problemas, dudas, preguntas, más una carga abundante de tibieza, de mediocridades y también -¡somos hijos de Adán!- de pecado. El hombre comienza la oración centrado en él mismo y su oración es un grito, un clamor de todas sus cargas, una lamentación continua y una constante petición. Quiere que Dios lo alivie de todo, le quite todas las cargas. El orante se está buscando más a sí mismo que buscando a Dios; quiere seguir igual interiormente, pero mejor, sin tantos condicionamientos y pesos. Es el grito. Pero sólo grito. El orante no se ha vaciado. Está igual. Sí. Pero está ante Dios.

                * La petición discursiva

                Comienza a razonar con Dios, a intentar convencerle. No es un grito, es un discurso. “Usan muchas palabras” (Mt 6,7) decía Jesús de los fariseos. No exige a Dios como al principio, quiere convencerle, piensa que su oración sosegada poniendo sus necesidades ante Dios es una oración mejorada. Ya sí le deja un mínimo espacio a Dios, sabe que puede convencerle, o a lo mejor no. Se siente el orante más pequeño. Sabe que Dios es mayor que todo, siente el peso del Misterio. Él le deja un diminuto espacio a Dios, pero el “yo” del orante es muy fuerte.


                * El coloquio amoroso

                Un paso más en este recorrido kenótico: un coloquio amoroso, donde Dios está presente para iluminar, orientar, santificar. A Dios se le escucha, sus palabras se van meditando, se habla con Dios (trato de amistad teresiano), se conocen las Escrituras. El orante no vive su oración en la mera clave humana de petición por sus problemas y necesidades. Ya la oración es un pequeño encuentro de amistad y el corazón orante empieza a dejarse modelar por las palabras divinas. Algunas son arcanas, misteriosas, difíciles. Otras son claras y diáfanas. Y la Palabra –eficaz y poderosa por sí misma- comienza a operar. Ilumina zonas muy oscuras, denuncia los pecados, arranca los vicios e imperfecciones, orienta a la persona, la ilumina, la abre a la Verdad, al Bien, a la Unidad y a la Belleza. El contacto con Dios por medio de este coloquio amoroso es largo en el proceso orante, tal vez la etapa más lenta y prolongada, pero se empieza a notar, porque se oye la voz del Espíritu, el orante tiene abierto el oído y acoge las Palabras del Señor sabiendo que son espíritu y vida. El arrancar y el purificar, el corregir y el crecer, a veces, son lentos, otras dolorosos, pero el orante se está dejando hacer por Dios, como Jesús “guiado por el Espíritu” (cf. Lc 4,1; 4,14; 10,21). No hay prisas. Dios está educando. El orante, al irse vaciando, no está ya pendiente de sus problemas, agobios, necesidades y cansancios, sino está pendiente del Señor. El orante, al dejarse modelar por la Palabra divina, se está cristificando en sus sentimientos, en sus actos, en sus deseos e intenciones. Está cambiando. Y la oración es gozo, es lugar cristológico y cristificador. En germen, el inicio de sumergirse existencialmente en el Misterio pascual, o, si se prefiere, de llevar a su culminación la gracia recibida en el Sacramento de la Iniciación Cristiana (Bautismo, Confirmación, Eucaristía).

                * Señor, ¿qué quieres de mí?

                El orante ya está preparado: su corazón está forjado, Dios ha hecho maravillas en él, le ha dado generosamente su Espíritu Santo, y el coloquio pasa a la absoluta escucha (la misma que se realiza de modo eclesial en la liturgia, y con las mismas consecuencias y la misma actitud contemplativa de la oración litúrgica). No hay ningún tipo de interés dominante o de afecto desmoderado que ciegue la inteligencia o tuerza la voluntad. A la oración no se va a pedir nada, ni se va a convencer a Dios de nada. Tampoco se va porque uno esté a gusto escuchando al Señor con una cierta comodidad, ni porque le apasione crecer y ser persona en plenitud. El proceso cristificador emerge con fuerza: la oración ha cambiado definitivamente de signo. A la oración, ya con el alma forjada, se va a preguntar al Señor: “Señor, ¿qué quieres de mí? ¿Qué quieres que haga?” (Cf. Hch 22,10). O vive uno la experiencia de Cristo al entrar en el mundo que dijo: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (Hb 10,5), o la del Monte de los Olivos: “No se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42). De querer poner a Dios a nuestro servicio, nos ponemos nosotros al servicio de Dios. De querer que Dios realice nuestros deseos a ponernos a realizar la voluntad del Padre. “Aunque me cueste, aunque me duela, aunque me muera” que decía Sta. Teresa en los mayores momentos de dificultad por la reforma del Carmelo.

                El orante, por su oración, ha ido adquiriendo los mismos sentimientos de Cristo, ha configurado su vida según el Señor, ha ido muriendo, comienza a resucitar. Se ha sumergido, despacio, pero totalmente, en el Misterio Pascual del Señor. Y, al modelar su alma, ha dejado atrás el lastre de sus heridas, de sus vicios, de sus afecciones desordenadas, de su pecado, de sus mediocridades y tibiezas (en eso, todo hombre es bastante rico). Al contacto con el Señor, reflejamos su gloria (Cf. 2Co 3,18). Al contacto con el fuego, uno se quema. Lo importante es ponerse en las manos de Dios, ser dóciles instrumentos, realizar y poner por obra sus Palabras. ¡Hacer su voluntad! Y aunque sigan los problemas y necesidades humanas y materiales, se vive de forma distinta, ocupan pero no preocupan y se vive en Dios, desde Dios, en su Providencia y voluntad. El orante en este momento, de una forma gráfica, se ha abrazado al Crucificado y se deja crucificar con Él al realizar la voluntad del Padre. “Estoy crucificado con Cristo” (Gal 2,19), “no gloriarme sino en la cruz de Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,19).

                El orante vive de la experiencia de Dios. Su amor está crucificado con Cristo, vive de un amor distinto, amar la voluntad de Dios, llevarla y realizarla en la vida. La oración ha llevado a la cruz. Se ha encontrado con el Crucificado. Se ha transformado.


                * La alabanza

                En la alabanza, ya no se habla. Se respira. Resulta casi connatural vivir en la voluntad de Dios y por eso el orante se ha vaciado de toda su pobreza, se ha enriquecido con los bienes del Señor, se ha gozado en los frutos del árbol de la salvación, despojándose de muchas adherencias, de muchos pecados y de muchas tibiezas. Vive en Dios. Su vida descansa en Dios. Se ha vaciado de tal forma de sí mismo que se ha llenado de Dios. La petición se ha vuelto alabanza porque en el Crucificado se ha descubierto el amor providente, universal, total, de Dios. Y lo que antes se volvía queja, llanto, lamento, quebranto, se ha vuelto alabanza y júbilo, sabiendo que “que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien” (Rm 8,28).

                La alabanza es la respiración del que ha llegado a vivir con Cristo el descenso a los infiernos de la propia existencia y ha resucitado con Jesucristo. El Misterio Pascual se va completando en el alma orante a la espera de la Pascua definitiva y eterna, el paso de la muerte a la vida.

                Saber alabar a Dios es un arte difícil porque pide un abandono confiado en las manos del Padre, una vivencia íntima y honda del Misterio Pascual del Señor. Aquí se va alcanzando aquella deseada configuración con Cristo. Aquí se ha ido perfeccionando el complejo proceso cristificador. La gracia y la libertad han ido juntas cincelando el alma, labrando la santidad cristiana.

                ¡Cuánto hay que dejar! ¡Cuántas afecciones desordenadas! ¡Cuántas veces morir al hombre viejo para resucitar al hombre nuevo! Las cadenas y ataduras del alma pesan, y pesan mucho. En la oración se entiende perfectamente aquello de “mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11,30) porque en este proceso cristificador, las cadenas se han ido soltando, las heridas cicatrizando y el hombre creciendo a la medida de Cristo en su plenitud (Cf. Ef 4,13).

                La oración es un proceso cristológico, una cristología existencial, una cristificación de toda la persona. Ahora sí se vive en plenitud aquello de “permaneced en mi amor”, lo de “tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús”, lo de “os habéis hecho uno con Cristo” (cf. Gal 3,28) y también “vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15,14) y, finalmente, “el que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Y claro, “todo se puede en aquél que me conforta” (cf. Flp 4,13), por aquel “conocimiento de Cristo, mi Señor” (Flp 3,8). ¡Qué cambio! Ha nacido un hombre libre; ha nacido uno que ha llevado el Bautismo a su plenitud. Dios ha obrado maravillas en él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario