El proceso orante es un proceso cristológico. La
oración es una cristología viva, existencial. Yo voy saliendo de mí mismo, de
mi pecado y egoísmo, para llegar cada vez más a Cristo y, al final, “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien
vive en mí” (Gal 2,19). Uno se va vaciando de uno mismo, de sus pecados y
mediocridades... o de su propio yo, su propio ser, como el mismo Cristo Jesús
que se despojó de su rango (Cf. Flp 2,5-11), que siendo rico se hizo pobre (Cf.
2Co 8,9) para que nos enriqueciéramos con su pobreza. Entonces uno se vacía de
su yo (de su egoísmo) para llenarse de un Tú, que plenifica ese “yo rebajado”,
y el alma empieza a participar de la vida divina.
* El grito: ¡Señor!
Cuando uno comienza a vivir la oración, viene cargado
de muchas cosas, principalmente preocupaciones, agobios, problemas, dudas,
preguntas, más una carga abundante de tibieza, de mediocridades y también
-¡somos hijos de Adán!- de pecado. El hombre comienza la oración centrado en él
mismo y su oración es un grito, un clamor de todas sus cargas, una lamentación
continua y una constante petición. Quiere que Dios lo alivie de todo, le quite
todas las cargas. El orante se está buscando más a sí mismo que buscando a
Dios; quiere seguir igual interiormente, pero mejor, sin tantos
condicionamientos y pesos. Es el grito. Pero sólo grito. El orante no se ha
vaciado. Está igual. Sí. Pero está ante Dios.
* La petición discursiva
Comienza a razonar con Dios, a intentar convencerle.
No es un grito, es un discurso. “Usan
muchas palabras” (Mt 6,7) decía Jesús de los fariseos. No exige a Dios como
al principio, quiere convencerle, piensa que su oración sosegada poniendo sus
necesidades ante Dios es una oración mejorada. Ya sí le deja un mínimo espacio
a Dios, sabe que puede convencerle, o a lo mejor no. Se siente el orante más
pequeño. Sabe que Dios es mayor que todo, siente el peso del Misterio. Él le
deja un diminuto espacio a Dios, pero el “yo” del orante es muy fuerte.
* El coloquio amoroso
Un paso más en este recorrido kenótico: un coloquio
amoroso, donde Dios está presente para iluminar, orientar, santificar. A Dios
se le escucha, sus palabras se van meditando, se habla con Dios (trato de
amistad teresiano), se conocen las Escrituras. El orante no vive su oración en
la mera clave humana de petición por sus problemas y necesidades. Ya la oración
es un pequeño encuentro de amistad y el corazón orante empieza a dejarse
modelar por las palabras divinas. Algunas son arcanas, misteriosas, difíciles.
Otras son claras y diáfanas. Y la
Palabra –eficaz y poderosa por sí misma- comienza a operar.
Ilumina zonas muy oscuras, denuncia los pecados, arranca los vicios e
imperfecciones, orienta a la persona, la ilumina, la abre a la Verdad, al Bien, a la Unidad y a la Belleza. El contacto
con Dios por medio de este coloquio amoroso es largo en el proceso orante, tal
vez la etapa más lenta y prolongada, pero se empieza a notar, porque se oye la
voz del Espíritu, el orante tiene abierto el oído y acoge las Palabras del Señor
sabiendo que son espíritu y vida. El arrancar y el purificar, el corregir y el
crecer, a veces, son lentos, otras dolorosos, pero el orante se está dejando
hacer por Dios, como Jesús “guiado por el
Espíritu” (cf. Lc 4,1; 4,14; 10,21). No hay prisas. Dios está educando. El
orante, al irse vaciando, no está ya pendiente de sus problemas, agobios,
necesidades y cansancios, sino está pendiente del Señor. El orante, al dejarse
modelar por la Palabra
divina, se está cristificando en sus sentimientos, en sus actos, en sus deseos
e intenciones. Está cambiando. Y la oración es gozo, es lugar cristológico y
cristificador. En germen, el inicio de sumergirse existencialmente en el
Misterio pascual, o, si se prefiere, de llevar a su culminación la gracia
recibida en el Sacramento de la Iniciación Cristiana (Bautismo, Confirmación,
Eucaristía).
* Señor, ¿qué quieres de mí?
El orante ya está preparado: su corazón está forjado,
Dios ha hecho maravillas en él, le ha dado generosamente su Espíritu Santo, y
el coloquio pasa a la absoluta escucha (la misma que se realiza de modo
eclesial en la liturgia, y con las mismas consecuencias y la misma actitud
contemplativa de la oración litúrgica). No hay ningún tipo de interés dominante
o de afecto desmoderado que ciegue la inteligencia o tuerza la voluntad. A la
oración no se va a pedir nada, ni se va a convencer a Dios de nada. Tampoco se
va porque uno esté a gusto escuchando al Señor con una cierta comodidad, ni
porque le apasione crecer y ser persona en plenitud. El proceso cristificador
emerge con fuerza: la oración ha cambiado definitivamente de signo. A la
oración, ya con el alma forjada, se va a preguntar al Señor: “Señor, ¿qué quieres de mí? ¿Qué quieres que
haga?” (Cf. Hch 22,10). O vive uno la experiencia de Cristo al entrar en el
mundo que dijo: “Aquí estoy, Señor, para
hacer tu voluntad” (Hb 10,5), o la del Monte de los Olivos: “No se haga mi voluntad sino la tuya”
(Lc 22,42). De querer poner a Dios a nuestro servicio, nos ponemos nosotros al
servicio de Dios. De querer que Dios realice nuestros deseos a ponernos a
realizar la voluntad del Padre. “Aunque me cueste, aunque me duela, aunque me
muera” que decía Sta. Teresa en los mayores momentos de dificultad por la
reforma del Carmelo.
El orante, por su oración, ha ido adquiriendo los
mismos sentimientos de Cristo, ha configurado su vida según el Señor, ha ido
muriendo, comienza a resucitar. Se ha sumergido, despacio, pero totalmente, en
el Misterio Pascual del Señor. Y, al modelar su alma, ha dejado atrás el lastre
de sus heridas, de sus vicios, de sus afecciones desordenadas, de su pecado, de
sus mediocridades y tibiezas (en eso, todo hombre es bastante rico). Al
contacto con el Señor, reflejamos su gloria (Cf. 2Co 3,18). Al contacto con el
fuego, uno se quema. Lo importante es ponerse en las manos de Dios, ser dóciles
instrumentos, realizar y poner por obra sus Palabras. ¡Hacer su voluntad! Y
aunque sigan los problemas y necesidades humanas y materiales, se vive de forma
distinta, ocupan pero no preocupan y se vive en Dios, desde Dios, en su
Providencia y voluntad. El orante en este momento, de una forma gráfica, se ha
abrazado al Crucificado y se deja crucificar con Él al realizar la voluntad del
Padre. “Estoy crucificado con Cristo”
(Gal 2,19), “no gloriarme sino en la cruz
de Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo”
(Gal 6,19).
El orante vive de la experiencia de Dios. Su amor
está crucificado con Cristo, vive de un amor distinto, amar la voluntad de Dios, llevarla y realizarla en la vida. La oración ha llevado a la cruz. Se ha
encontrado con el Crucificado. Se ha transformado.
* La alabanza
En la alabanza, ya no se habla. Se respira. Resulta
casi connatural vivir en la voluntad de Dios y por eso el orante se ha vaciado
de toda su pobreza, se ha enriquecido con los bienes del Señor, se ha gozado en
los frutos del árbol de la salvación, despojándose de muchas adherencias, de
muchos pecados y de muchas tibiezas. Vive en Dios. Su vida descansa en Dios. Se
ha vaciado de tal forma de sí mismo que se ha llenado de Dios. La petición se
ha vuelto alabanza porque en el Crucificado se ha descubierto el amor
providente, universal, total, de Dios. Y lo que antes se volvía queja, llanto,
lamento, quebranto, se ha vuelto alabanza y júbilo, sabiendo que “que a los que aman a Dios todo les sirve
para el bien” (Rm 8,28).
La alabanza es la respiración del que ha llegado a
vivir con Cristo el descenso a los infiernos de la propia existencia y ha
resucitado con Jesucristo. El Misterio Pascual se va completando en el alma
orante a la espera de la Pascua
definitiva y eterna, el paso de la muerte a la vida.
Saber alabar a Dios es un arte difícil porque pide un
abandono confiado en las manos del Padre, una vivencia íntima y honda del
Misterio Pascual del Señor. Aquí se va alcanzando aquella deseada configuración
con Cristo. Aquí se ha ido perfeccionando el complejo proceso cristificador. La
gracia y la libertad han ido juntas cincelando el alma, labrando la santidad
cristiana.
¡Cuánto hay que dejar! ¡Cuántas afecciones
desordenadas! ¡Cuántas veces morir al hombre viejo para resucitar al hombre
nuevo! Las cadenas y ataduras del alma pesan, y pesan mucho. En la oración se
entiende perfectamente aquello de “mi
yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11,30) porque en este proceso
cristificador, las cadenas se han ido soltando, las heridas cicatrizando y el
hombre creciendo a la medida de Cristo en su plenitud (Cf. Ef 4,13).
La oración es un proceso cristológico, una
cristología existencial, una cristificación de toda la persona. Ahora sí se
vive en plenitud aquello de “permaneced
en mi amor”, lo de “tened los mismos
sentimientos de Cristo Jesús”, lo de “os
habéis hecho uno con Cristo” (cf. Gal 3,28) y también “vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15,14)
y, finalmente, “el que permanece en mí y
yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn
15,5). Y claro, “todo se puede en aquél
que me conforta” (cf. Flp 4,13), por aquel “conocimiento de Cristo, mi Señor” (Flp 3,8). ¡Qué cambio! Ha
nacido un hombre libre; ha nacido uno que ha llevado el Bautismo a su plenitud.
Dios ha obrado maravillas en él.
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