Hemos de reparar con Cristo, con lo cual “la vida y la muerte se
santifican y adquieren un nuevo sentido” (GS 22).
Es toda la Iglesia, sacramento
universal de salvación, presencia de Cristo en la historia de la humanidad,
Corazón de Cristo para el mundo, la que está llamada –toda ella, y en ella,
cada uno de sus miembros- a recorrer el camino de redención de Cristo (LG 8).
Por eso, a todos los fieles, la Iglesia invita a que “participando del sacrificio
eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la
víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella” (LG 11).
A los enfermos, “exhorta a que asociándose voluntariamente a la pasión
y muerte de Cristo contribuyan así al bien del pueblo de Dios” (LG 11).
Asimismo, como remedio a la increencia y a la secularización, “la Iglesia ha de hacer
presente a Dios y a Cristo con la continua renovación y purificación propias”
(GS 21).
Y también, en virtud de la reparación, señala el Vaticano II que para
la obra de la evangelización “se han de ofrecer oraciones y obras de
penitencia” (AG 36).
Los ancianos, en su debilidad, a veces en su enfermedad e
imposibilidad física, encuentran una vocación y una misión en el cuerpo
eclesial:
“Cuando Dios permite nuestro sufrimiento por la enfermedad, la soledad u otras razones relacionadas con la edad avanzada, nos da siempre la gracia y la fuerza para que nos unamos con más amor al sacrificio del Hijo y participemos con más intensidad en su proyecto salvífico. Dejémonos persuadir: ¡Él es Padre, un Padre rico de amor y misericordia!” (Juan Pablo II, Carta a los Ancianos, nº 13).
A cuantos sufren, sea en su cuerpo o en su espíritu, el Papa les
dirige estas palabras:
“Y os pedimos a todos los que sufrís que nos ayudéis. Precisamente a vosotros, que sois débiles, pedimos que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal que nos presenta el mundo contemporáneo venza vuestro sufrimiento en unión con la cruz de Cristo” (Salvifici doloris, nº 31).
Así se podría seguir con la reparación de todos los miembros de la Iglesia, según su
vocación, estado y carisma, y las
distintas realidades donde se hace patente la necesidad de redención y en las
cuales podemos, secreta, ocultamente, colaborar.
La penitencia cristiana, junto con el aspecto de mortificación para
dar muerte al hombre viejo y que crezca el hombre nuevo según la medida de
Cristo, adquiere un nuevo rostro: la
penitencia es inmolación amorosa que se ofrece como reparación, colaborando en
la obra redentora del Salvador.
El santo es el que mejor lo ha entendido:
Ningún santo se
esfuerza para lograr su propia santidad, se apresura con todas sus fuerzas a
salir de sí y a penetrar en la voluntad de Dios. Dios le muestra la tibieza del mundo a la vista del fuego ardiente del
amor de la cruz, y él se precipita, como inconscientemente, hacia las llamas.
Se somete a penitencias excesivas, quizá irresponsables para un cristiano normal.
Éstos hablan de “méritos”, de “obras de supererogación” y de “virtudes
heroicas”, y puede que tengan razón, desde su pobre punto de vista; el santo,
sin embargo, no ve nada de esto, a lo sumo piensa que aún deberían suceder
muchas más cosas para ayudar a calmar la
sed de amor de Cristo[1].
Así se convierte en penitencia todo sacrificio que ofrezcamos unidos
al Sacrificio de Cristo. Es sufrimiento (físico, psíquico o moral) que se
ofrece a Dios con un corazón puro, limpio, virginal, lleno de amor, porque sin
misericordia y sin amor se invalida el sacrificio, tiene defectos y manchas esa
víctima mal ofrecida; por el contrario, toda penitencia, todo sacrificio debe
ser fruto amoroso de un corazón contrito y humillado, un corazón rebosante de
amor, porque “ha de advertir el cristiano, que el valor de sus buenas obras,
ayunos, limosnas, penitencias.... no se funda tanto en la cuantidad y calidad
de ellas, sino en el amor de Dios que él lleva en ellas”[2].
Es Penitencia y ofrecimiento de nuestras lágrimas de arrepentimiento
la celebración del sacramento de la Reconciliación, la confesión sacramental, junto a
la penitencia medicinal y reparadora que se nos imponga.
Cuando confesamos
nuestras culpas, con sinceridad, humillando el corazón, encontramos el Corazón
misericordioso del Padre. Nuestro amor se renueva y reconoce su infidelidad y
es sanado de sus maldades por el amor de Cristo y su Sangre derramada. Sean las
lágrimas del creyente a los pies de Jesús, lágrimas de arrepentimiento y amor[3].
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