sábado, 26 de octubre de 2019

Transfigurados por Cristo (santidad)




“Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es Espíritu” (2Co 3,18).

“Dios Padre nos ama como ama Cristo, viendo en nosotros su imagen. Ésta, por decirlo así, es dibujada en nosotros por el Espíritu Santo, que como un artista de iconos la realiza en el tiempo” (JUAN PABLO II, Audiencia general, 13-octubre-1999).




Dos veces al año se proclama en la liturgia de la Misa, el Evangelio de la transfiguración, dos veces, pero con distinto sentido, con distinta interpretación. Lo proclamamos, como recordaréis, el segundo domingo de Cuaresma. Es el modo de unirnos al misterio de Cristo; van camino de Jerusalén, y ante el miedo de la cruz, el Señor quiere confirmar la fe de sus discípulos, y alentarlos con la esperanza de la Resurrección mostrándosela anticipadamente; por eso se lee en Cuaresma este Evangelio, para afianzar nuestra fe en el camino cuaresmal y no tener miedo a la cruz que se celebra en el Santo Triduo Pascual.

Sin embargo, desde muy antiguo, comenzando por las Iglesias Orientales, Alejandría, Grecia, y pasando después a nuestra Iglesia occidental, se celebra en agosto la fiesta de la Transfiguración del Señor, contemplando, no tanto el camino de la cruz y la confianza en la Resurrección, sino haciendo una contemplación sosegada, viva, amorosa, del misterio de Cristo. 

Él es Dios y Hombre, y en la Transfiguración manifiesta a todas luces su divinidad. A través de los velos de la carne, se oculta la divinidad de Jesucristo. En Él, dice S. Pablo en la carta a los colosenses, “habita la plenitud de la divinidad, en él están encerrados los tesoros del saber y del conocer”.  


Se contempla que aquél Jesús que diariamente escuchamos que obraba milagros, que predicaba, que amaba a sus discípulos, a sus sacerdotes, que tenía su grupo de amigos íntimos, Marta, María, Lázaro; aquél que andaba sobre las aguas, aquél que ama, aquél que perdonaba los pecados, que era hombre como nosotros, mejor, que es hombre como nosotros porque está resucitado, que sentía el hambre, la sed, el cansancio, el sueño, el dolor, como lo sentíamos nosotros, es también y al mismo tiempo, el Hijo de Dios, Dios mismo.

Así en aquel monte, el monte Tabor, por un momento, manifiesta la gloria de su divinidad, a aquellos tres discípulos tan queridos para él, Pedro, Santiago y Juan; aparecen en la visión Moisés y Elías,  representando la ley y los profetas porque todo se cumple en Cristo, y todo el Antiguo Testamento halla su sentido en Cristo. Se ven envueltos en la luz y en la nube, los signos que en el Antiguo Testamento indicaban la presencia de la Gloria de Dios. “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto, escuchadle”. 

                Se manifiesta su Gloria, su luz envuelve a los tres discípulos, y la Iglesia reza en la oración inicial de la Misa de la Transfiguración suplicando que los hijos de la Iglesia sean envueltos en esa luz, o lo que es lo mismo, “llegar en plenitud a ser hijos de Dios”. Lo somos por el bautismo, pero lo somos de modo imperfecto por nuestro pecado; esperamos que todo se desvele en la vida eterna y que aparezcamos en verdad, en la totalidad de nuestro ser, como hijos de Dios, como santos, revestidos de la luz del Señor.

Los santos son aquellos que han sido vencidos por la luz y han desechado las tinieblas. Ellos mismos han recibido la gracia de ser transfigurados, y en ellos se cumple lo que decía san Pablo: reflejando la gloria de la gracia de Cristo.

Todo en los santos es pura transparencia de la Gloria de Cristo; nada opaco lo impide; ninguna mancha entorpece el reflejo de su Luz.

 Acojamos el Misterio pues adorando lo que aquí se nos revela; deseemos para nosotros que se manifieste lo que ya somos, pero se manifieste limpio de todo pecado por nuestra parte: ser hijos de Dios.  Seamos hijos de Dios, seamos santos, escuchemos la voz del Hijo único de Dios, el Amado, el predilecto.

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