“Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor,
nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme a
la acción del Señor, que es Espíritu” (2Co 3,18).
“Dios Padre
nos ama como ama Cristo, viendo en nosotros su imagen. Ésta, por decirlo así,
es dibujada en nosotros por el Espíritu Santo, que como un artista de iconos la
realiza en el tiempo” (JUAN
PABLO II, Audiencia general, 13-octubre-1999).
Dos
veces al año se proclama en la liturgia de la Misa, el Evangelio de la transfiguración, dos
veces, pero con distinto sentido, con distinta interpretación. Lo proclamamos,
como recordaréis, el segundo domingo de Cuaresma. Es el modo de unirnos al
misterio de Cristo; van camino de Jerusalén, y ante el miedo de la cruz, el
Señor quiere confirmar la fe de sus discípulos, y alentarlos con la esperanza
de la Resurrección mostrándosela anticipadamente;
por eso se lee en Cuaresma este Evangelio, para afianzar nuestra fe en el
camino cuaresmal y no tener miedo a la cruz que se celebra en el Santo Triduo
Pascual.
Sin
embargo, desde muy antiguo, comenzando por las Iglesias Orientales, Alejandría,
Grecia, y pasando después a nuestra Iglesia occidental, se celebra en agosto la
fiesta de la
Transfiguración del Señor, contemplando, no tanto el camino
de la cruz y la confianza en la
Resurrección, sino haciendo una contemplación sosegada, viva,
amorosa, del misterio de Cristo.
Él es Dios y Hombre, y en la Transfiguración
manifiesta a todas luces su divinidad. A través de los velos de la carne, se
oculta la divinidad de Jesucristo. En Él, dice S. Pablo en la carta a los
colosenses, “habita la plenitud de la
divinidad, en él están encerrados los tesoros del saber y del conocer”.
Se contempla que aquél Jesús que diariamente escuchamos que obraba milagros,
que predicaba, que amaba a sus discípulos, a sus sacerdotes, que tenía su grupo
de amigos íntimos, Marta, María, Lázaro; aquél que andaba sobre las aguas,
aquél que ama, aquél que perdonaba los pecados, que era hombre como nosotros,
mejor, que es hombre como nosotros porque está resucitado, que sentía el
hambre, la sed, el cansancio, el sueño, el dolor, como lo sentíamos nosotros,
es también y al mismo tiempo, el Hijo de Dios, Dios mismo.
Así
en aquel monte, el monte Tabor, por un momento, manifiesta la gloria de su
divinidad, a aquellos tres discípulos tan queridos para él, Pedro, Santiago y
Juan; aparecen en la visión Moisés y Elías,
representando la ley y los profetas porque todo se cumple en Cristo, y
todo el Antiguo Testamento halla su sentido en Cristo. Se ven envueltos en la
luz y en la nube, los signos que en el Antiguo Testamento indicaban la
presencia de la Gloria
de Dios. “Éste es mi Hijo, el amado, mi
predilecto, escuchadle”.
Se
manifiesta su Gloria, su luz envuelve a los tres discípulos, y la Iglesia reza en la oración inicial de la
Misa de la Transfiguración suplicando que los hijos de la Iglesia sean
envueltos en esa luz, o lo que es lo mismo, “llegar
en plenitud a ser hijos de Dios”. Lo somos por el bautismo, pero lo somos
de modo imperfecto por nuestro pecado; esperamos que todo se desvele en la vida
eterna y que aparezcamos en verdad, en la totalidad de nuestro ser, como hijos
de Dios, como santos, revestidos de la luz del Señor.
Los santos son aquellos que han sido vencidos por la luz y han desechado las tinieblas. Ellos mismos han recibido la gracia de ser transfigurados, y en ellos se cumple lo que decía san Pablo: reflejando la gloria de la gracia de Cristo.
Todo en los santos es pura transparencia de la Gloria de Cristo; nada opaco lo impide; ninguna mancha entorpece el reflejo de su Luz.
Acojamos el Misterio pues adorando lo que aquí
se nos revela; deseemos para nosotros que se manifieste lo que ya somos,
pero se manifieste limpio de todo pecado por nuestra parte: ser hijos de
Dios. Seamos hijos de Dios, seamos
santos, escuchemos la voz del Hijo único de Dios, el Amado, el predilecto.
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