miércoles, 16 de octubre de 2019

"Señor, ten piedad" (I) (Respuestas - V)



Como aclamación a Cristo, petición de la Iglesia, se introdujo esta expresión en la liturgia, respetando la forma griega: Kyrie eleison, como respetó otras palabras en su lengua original: Aleluya, amén, hosanna.

            ¿Qué piedad es ésta? La ternura y la misericordia entrañable que, en Jesucristo, se ha volcado por completo sobre la humanidad, ya que Cristo es el rostro visible de la piedad del Padre.



            ¡Ten piedad! Los salmos, y el Antiguo Testamento en general, están plagados de súplicas a Dios despertando su piedad o de acción de gracias porque Dios ha manifestado su piedad y su misericordia.

            El salmo 85, la oración de un pobre ante las adversidades, invoca la ternura de Dios que no se queda indiferente ante el sufrimiento: “Tú eres mi Dios, piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día; alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia ti; porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan”. El orante, el pobre, el afligido, reconoce que Dios es “lento a la cólera y rico en piedad” (cf. Sal 85; 102; 144).


            Se reconoce cuán grande es la piedad de Dios: “el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas… bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan” (Sal 144). Es una piedad inmensa y tierna por la que se alaba al Señor: “mantiene su fidelidad perpetuamente, que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos, el Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos” (Sal 145).

            Se puede confiar en el Señor e invocar su piedad con una súplica confiada cuando se está afligido: “piedad, Señor, que estoy en peligro: se consumen de dolor mis ojos, mi garganta y mis entrañas” (Sal 30). Se aguarda al Mesías Salvador que mostrará su piedad: “él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres” (Sal 71).

            Todo esto se cumple perfecta, colmadamente, en Jesucristo. Él es invocado. A él Se dirige el ciego con una súplica: “Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí que soy pecador” (Lc 18,38), y la mujer cananea, atrevida y valiente por su fe: “Ten piedad de mí, Señor, Hijo de David, mi hija tiene un demonio muy malo” (Mt 15,22). El centurión romano así se dirige a Cristo: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa…” (Mt 8,8) y Jairo, una vez recibida la noticia del fallecimiento de su hijita, se vuelve a dirigir a Jesús diciendo: “Señor, mi hija acaba de morir” (Mt 9,18).

            Kyrie eleison! ¡Señor, ten piedad! La petición de piedad va precedida de una invocación a Cristo que es una auténtica confesión de fe. Si “Señor” en el Antiguo Testamento se reserva exclusivamente al Altísimo, el Nuevo Testamento lo aplica a Cristo adorando su divinidad. Se le califica de “nuestro Señor Jesucristo” (Hch 4,10; 15, 25) porque “Dios lo ha constituido Señor y Mesías” (Hch 2,36).

            San Pablo confiesa que hay “un solo Señor, Jesucristo” (1Co 8,6), y mantiene firmemente que la auténtica y plena confesión de fe es proclamar que “Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2,11), ya que “si profesas con tus labios que Jesús es Señor, y crees con tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10,9).

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