Como aclamación a Cristo,
petición de la Iglesia,
se introdujo esta expresión en la liturgia, respetando la forma griega: Kyrie
eleison, como respetó otras palabras en su lengua original: Aleluya, amén,
hosanna.
¿Qué
piedad es ésta? La ternura y la misericordia entrañable que, en Jesucristo, se
ha volcado por completo sobre la humanidad, ya que Cristo es el rostro visible
de la piedad del Padre.
¡Ten
piedad! Los salmos, y el Antiguo Testamento en general, están plagados de
súplicas a Dios despertando su piedad o de acción de gracias porque Dios ha
manifestado su piedad y su misericordia.
El
salmo 85, la oración de un pobre ante las adversidades, invoca la ternura de
Dios que no se queda indiferente ante el sufrimiento: “Tú eres mi Dios, piedad
de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día; alegra el alma de tu
siervo, pues levanto mi alma hacia ti; porque tú, Señor, eres bueno y clemente,
rico en misericordia con los que te invocan”. El orante, el pobre, el afligido,
reconoce que Dios es “lento a la cólera y rico en piedad” (cf. Sal 85; 102;
144).
Se
reconoce cuán grande es la piedad de Dios: “el Señor es bueno con todos, es
cariñoso con todas sus criaturas… bondadoso en todas sus acciones. El Señor
sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan” (Sal 144). Es
una piedad inmensa y tierna por la que se alaba al Señor: “mantiene su
fidelidad perpetuamente, que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los
hambrientos. El Señor liberta a los cautivos, el Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos” (Sal 145).
Se
puede confiar en el Señor e invocar su piedad con una súplica confiada cuando
se está afligido: “piedad, Señor, que estoy en peligro: se consumen de dolor
mis ojos, mi garganta y mis entrañas” (Sal 30). Se aguarda al Mesías Salvador
que mostrará su piedad: “él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la
vida de los pobres” (Sal 71).
Todo
esto se cumple perfecta, colmadamente, en Jesucristo. Él es invocado. A él Se
dirige el ciego con una súplica: “Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí que
soy pecador” (Lc 18,38), y la mujer cananea, atrevida y valiente por su fe:
“Ten piedad de mí, Señor, Hijo de David, mi hija tiene un demonio muy malo” (Mt
15,22). El centurión romano así se dirige a Cristo: “Señor, no soy digno de que
entres en mi casa…” (Mt 8,8) y Jairo, una vez recibida la noticia del
fallecimiento de su hijita, se vuelve a dirigir a Jesús diciendo: “Señor, mi
hija acaba de morir” (Mt 9,18).
Kyrie
eleison! ¡Señor, ten piedad! La petición de piedad va precedida de una
invocación a Cristo que es una auténtica confesión de fe. Si “Señor” en el
Antiguo Testamento se reserva exclusivamente al Altísimo, el Nuevo Testamento
lo aplica a Cristo adorando su divinidad. Se le califica de “nuestro Señor
Jesucristo” (Hch 4,10; 15, 25) porque “Dios lo ha constituido Señor y Mesías”
(Hch 2,36).
San
Pablo confiesa que hay “un solo Señor, Jesucristo” (1Co 8,6), y mantiene
firmemente que la auténtica y plena confesión de fe es proclamar que
“Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2,11), ya que “si
profesas con tus labios que Jesús es Señor, y crees con tu corazón que Dios lo
resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10,9).
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