Arrebatados, poseídos, llenos de
un gran amor a Cristo: ¡así vivieron todos los santos!; tuvieron este amor como
lo más precioso, más auténtico, más necesario, y se entregaron al amor de
Jesucristo sin oponer resistencias. Cada minuto de su vida fue para Cristo,
cada pensamiento volaba hacia Cristo, en cada acción buena por el prójimo
estaban sirviendo con amor a Cristo.
Hicieron
de sus vidas un obsequio a Cristo; oraron cada vez más por tratar de amistad
con Cristo; callaron e hicieron silencio interior para escuchar bien,
contemplativamente, la voz y la palabra de su amado Jesucristo. Cada
sacrificio, cada penitencia, cada mortificación, cada ejercicio de las virtudes
cristianas, cada trabajo, era una ofrenda de amor a Cristo. Sus corazones
estaban puestos en Cristo, sus vidas eran Cristo (cf. Flp 1,21), lo único que
deseaban era estar con Cristo. ¡El amor a Cristo era su consistencia, su
fundamento!
De
este modo, pues, hemos de entender la santidad: el amor a Cristo y la entrega
incondicional a Él. “¿Qué es la santidad? Es perfección humana, amor elevado a
su nivel más alto en Cristo, en Dios” (Pablo VI, Hom. en la canonización de S.
Juan Nepomuceno Neumann, 19-junio-1977).
Los
santos cultivaron con finura su amor a Cristo (¡sabiendo siempre que es Él
quien nos amó primero!): la liturgia y los sacramentos centraban sus vidas,
participando en ellos con fervor y devoción, nunca fría o rutinariamente, nunca
como ceremonias ajenas a ellos, modificables a su gusto o capricho. Muy
especialmente la Eucaristía
celebrada y el Sagrario, así como la exposición del Santísimo, fueron su
refugio: vivían de la
Eucaristía, ponían su corazón en el Sagrario, ante el
Sagrario se empapaban de Cristo y allí conversaban con Él, les exponían sus
trabajos, preocupaciones, afanes apostólicos, intercesión y súplicas por los
demás. ¡Qué sería de los santos sin la Santa
Misa y sin el Sagrario! ¡Cómo los vivían! Como los ciervos
buscando las fuentes de agua (cf. Sal 41), así los santos saciaban la sed de su
alma en el Sagrario. Allí amaban a Cristo, crecían en el amor a Él y se dejaban
amar y transformar por Él.
De
la fuente del amor de Cristo bebían para luego amar y servir a Cristo en sus
prójimos, en los hermanos. Un ejemplo concreto: la Beata Teresa de
Calcuta y sus hijas Misioneras de la
Caridad, antes de servir a los más pobres de los pobres,
dedican una hora diaria a la adoración eucarística. Los santos comunicaban el
amor que ellos habían recibido y sus rostros -¡todo su ser!- transmitían el
reflejo diáfano, peculiar, inconfundible, de quien está enamorado. No
sustituyeron a Cristo por el prójimo o la sociedad olvidándose del Señor; no
apartaron a Cristo para decidirse a ser solidarios activistas ni pospusieron a
Cristo tras múltiples empresas filantrópicas; no se olvidaron de Cristo para
erigir en su lugar un altar a los dioses modernos (solidaridad, valores,
justicia, transformación social, etc.).
¡Cristo
lo fue todo para ellos!, y gozaron de tal relación de amor con Jesucristo que
pudieron entregar su vida sirviendo a los hermanos, ¡por puro amor de
Jesucristo! Y es que el puesto que ocupa Cristo en sus corazones jamás nada ni
nadie lo podrían ocupar.
“Cada vida transcurrida en la entrega heroica, es un misterio del amor de Dios, aceptado en la más íntima correspondencia personal a ese amor. Es un poema evangélico entretejido de sublimes intercambios” (Pablo VI, Hom. en la beatificación de María Rosa Molas y Vallvé, 8-mayo-1977).
Precisamente
por la fuerza que tenía en sus almas el amor a Cristo no podían soportar la
falta de amor a Cristo en el mundo, la falta de delicadeza de muchos con el
Señor, la indiferencia o frialdad ante la Eucaristía y el Sagrario, la mediocridad y
tibieza. ¡Cuánto sufrían viendo eso! Recordemos a san Francisco de Asís,
llorando, gritando a grandes voces como relatan sus biografías: “¡El Amor no es
amado! ¡El Amor no es amado!”, porque S. Francisco es un profundo enamorado de
Cristo (no es el ecologista, de corte panteísta, que algunos difunden).
Querían
los santos que todos amasen a Cristo, querían conducir almas a Cristo, querían
que reinara el amor de Cristo. ¿Otro fin, otro objetivo? ¡Imposible!, porque
los santos estaban tan enamorados del Señor que buscaban que todos los demás lo
estuviesen igualmente.
Encontraban
insípido todo lenguaje, discurso o exhortación en que no estuviese Jesucristo;
les aburría todo aquello que pusiese a Cristo en segundo lugar. Confesaba S.
Bernardo su experiencia: “Todo alimento es desabrido si no se condimenta con
este aceite [Jesús]; insípido, si no se sazona con esta sal. Lo que escribas me
sabrá a nada, si no encuentro el nombre de Jesús. Si en tus controversias y
disertaciones no resuena el nombre de Jesús, nada me dicen. Jesús es miel en la
boca, melodía en el oído, júbilo en el corazón” (In Cant., Serm. 15,6).
Se
entregaron por completo al amor de Cristo y no quedaron defraudados. Fuera del
amor de Cristo, nada podría ya llenar sus corazones. Así de fecunda y plena es
la vida de los santos.
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