martes, 22 de octubre de 2019

Liturgia, belleza y arte (III)



3. El antropocentrismo desolador


            Pero todo lo anterior se resiente y se viene abajo con el antropocentrismo que con tanta fuerza arremetió contra todo en las iglesias a partir de los años 70.


            Este antropocentrismo sitúa al hombre el centro de todo, expulsando a Dios, lo sagrado, lo ritual, el Misterio en definitiva. Dice valorar al hombre por el hombre, pero es que el hombre sin Dios está fracasado sin otra opción posible: es el absurdo, es la nada. Es lo contrario del más sano humanismo cristiano, ya que éste valora al hombre en cuanto ve su referencia en Cristo, el Hombre nuevo, y su vocación y destino eternos y sobrenaturales. El antropocentrismo está agotado y encerrado en sí mismo.

            La aparición del antropocentrismo en la liturgia fue desoladora. Sustituyó a Dios para ponerse el hombre, y la liturgia dejó de ser la glorificación de Dios y la santificación del hombre, para convertirse en algo autorreferencial, una comunidad que se celebraba a sí misma en todo caso. 

          La liturgia se manipuló a gusto de cada uno como mera “fiesta de la comunidad”. Se perdió la sacralidad del lugar y de la acción litúrgica, se banalizó como si fuera una sala de reuniones más, desterrando la atmósfera sagrada de la liturgia (el silencio, el canto litúrgico, el incienso, etc). La belleza de los textos litúrgicos –que necesitan una iniciación, ciertamente- se trocó en textos improvisados, de dudosísima calidad y ortodoxia pero contemporáneos. La participación litúrgica promovida por la Iglesia, una participación activa, consciente, piadosa, interior, fructuosa, se cambió por una continua intervención de todos, de manera que participar era intervenir ejerciendo algún servicio en la liturgia para que se sintieran protagonistas: que fueran muchos los que subieran y bajaran al altar, que muchos hicieran algo.

            Al ser todo horizontal y emplear la liturgia con otros fines, se convirtió en un lugar didáctico más, una catequesis, un discurso constante. Desnaturalizada, la liturgia dejó de ser culto divino para ser la excusa de una inmensa catequesis, una reunión para inculcar unos principios: de ahí no sólo las interminables homilías, sino la aparición de moniciones para todo y a cada momento, una constante verborrea que minimiza luego lo sacramental (la plegaria eucarística recitada a la carrera) y lo orante (ningún momento de silencio en la Misa, ni siquiera cuando el misal lo obliga). Se celebra y se participa en la liturgia con cierto desenfado, sin gravedad, sin unción, sin fervor, sin solemnidad, con movimientos y gestos bruscos que poco ayudan a la interioridad, al recogimiento.


           El discurso antropocéntrico es cansino y repetitivo: todo se reduce a los valores, a inculcar valores (tolerancia, solidaridad, paz, etc.) y no virtudes (entrega, sacrificio, templanza, prudencia), a insistir en “tomar conciencia” y en “comprometerse”; es un moralismo que termina por agotar ya que sin la Gracia y sin Cristo, el hombre no puede hacer nada. Pero el antropocentrismo ha dejado de mirar a Cristo y confía ciegamente en la buena voluntad del hombre y en sus capacidades, creyendo que son ilimitadas.

            Siendo todo esto así, la belleza para el antropocentrismo es una pérdida de tiempo, algo inútil, carente de sentido. Prefiere un arte de consumo para este hombre de hoy que sea populista, que entre fácil por los ojos. La música, incluso en la liturgia, carece de la nota de belleza, sólo se busca el ritmo (o el ruido) que exalte; los vasos dejan de ser sagrados y se busca que sean lo más parecido a los vasos corrientes, sin forma ni elegancia; los templos e iglesias no rezuman la belleza divina, sino lo vulgar, sin diferencia alguna con otros ámbitos: las iglesias son salas inmensas, un salón de actos, poco más.

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