Insertos en la
Comunión de los santos, todo me viene entregado y regalado, y
lo “mío” ya no es mío, es de la
Iglesia y repercute en la Iglesia, y cada uno vive de la Iglesia y se ofrece a la Iglesia. En palabras
de Von Balthasar:
“En la Iglesia nada se hace, todo se otorga como don; y con la fecundidad del don del creyente ha de producir el treinta, el sesenta o el ciento por uno. Y nada es para uno mismo, sino para la totalidad que Jesús designa como “reino de Dios”. Ni siquiera se toma por cuenta propia la oración”[1].
Así mi oración santifica
a otros, mi sufrimiento contribuye a la conversión de los pecadores, mi pequeña
penitencia fortalece a los que son tentados, mis actos de paciencia y
vencimiento sirven a aquellos más débiles, que sufren tribulación para que no
desfallezcan porque “los sufrimientos humanos, unidos al sufrimiento redentor
de Cristo, constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien, abriendo el camino
a la victoria de estas fuerzas salvíficas”[2]; mi entrega hace que
muchos abran sus vidas al Evangelio; mis sacrificios, que muchos crezcan en la
fe, los que antes andaban en tinieblas[3]. Y del mismo modo, en el
silencio del Misterio, yo soy sostenido y apoyado por los otros miembros de la Iglesia.
Estos principios se aplican tanto a la santidad como al pecado de los
miembros de la Iglesia
puesto que todo influye en el misterio de la Comunión de los santos.
En la «comunión de los santos», «ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo» (Rm 14, 7). «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el Cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte» (1Co 12, 26-27). «La caridad no busca su interés» (1Co 13, 5). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión (CAT 953).
No estamos solos ante Dios,
individualmente ante Dios[4], sino que estamos ante
Dios como miembros de la Iglesia[5]. Incluso en la oración más
secreta y silenciosa, pura y sencilla por ser ejercicio de amor, estamos ante
Dios como miembros de la
Iglesia y oramos –incluso en soledad- con la voz de toda la Iglesia, y es de provecho
para la Iglesia.
Refiriéndose a las personas que en la Iglesia tienen una gran
actividad apostólica, S. Juan de la
Cruz les advierte:
Es más precioso
delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más
provecho hace a la Iglesia,
aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas... lo mucho
que aprovecha e importa a la Iglesia un poquito de este
amor... Adviertan aquí los que son muy activos... que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho
más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que de sí darían, si
gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en
estarse con Dios en oración[6].
Ahí brilla el misterio de la Comunión de los santos; por ejemplo, al rezar
individualmente el padrenuestro, expone la catequesis de la Iglesia:
Ante todo, el
maestro de la paz y de la unidad, no quiso que la oración se hiciera individual
y privadamente, de modo que cuando uno ore, ore solamente por sí. No decimos: Padre mío que estás en el cielo, ni dame hoy mi pan, ni pide cada uno que
sea él sólo perdonado o que él sólo no caiga en la tentación y sea librado del
mal.
Nuestra oración es
pública y comunitaria y cuando oramos, no pedimos por uno solo, sino por todo
el pueblo, porque todo el pueblo somos uno.
El Dios de la paz y
maestro de la concordia, que nos enseñó la unidad, quiso que cada uno ore por
todos, así como Él mismo en sí nos llevó a todos[7].
La Comunión de los santos determina la fisonomía espiritual de lo que somos, de
lo que hacemos y de lo que vivimos. Admirados y sorprendidos por este Misterio,
nacerá en nuestro corazón un profundo
sentir con la Iglesia
(sus aspiraciones, sus deseos, sus retos evangelizadores, su doctrina y
disciplina) y sentir la Iglesia (amor
apasionado por la Iglesia,
unión con Ella, entrega a Ella, amarla y poseerla como lo más precioso en la
vida cristiana).
Este sentir la
Iglesia, en virtud de la Comunión de los santos, es real, casi
sacramental, sin negar una percepción sensible de la propia alma que se alegra,
que se goza, que sufre, que padece todo aquello que es el entramado de la vida
de la Iglesia. El
genial teólogo De Lubac lo expone así:
“y lo que sucede a la Iglesia, nos sucede también a cada uno de nosotros en particular. Sus peligros son nuestros peligros. Sus combates son nuestros combates. Si la Iglesia fuera en cada uno de nosotros más fiel a su misión, ella sería sin duda ninguna, lo mismo que su mismo Señor, mucho más amada y mucho más escuchada: pero también, sin duda alguna, sería, como Él, más despreciada y más perseguida”[8].
La gran meta que refleja
la “adultez en la fe”, junto a una madurez humana, es ser hombre, mujer, de Iglesia, con plena
advertencia en su alma de lo que esto significa, con entrega absoluta y
obediente; esto recibe el nombre de “alma de Iglesia”, “alma eclesial”, o
“perfectos”, en el lenguaje de los Padres, frente a los “principiantes” y
“proficientes”. Mucho hay en la
Tradición sobre este punto crucial que no es sino haber
adquirido definitivamente la forma de Cristo.
“Los “perfectos” son aquellos que poseen la anima ecclesiastica [alma de Iglesia], los que han dejado sumergirse su conciencia en la conciencia de la Iglesia, representando por ello, en sí mismos la esencia de la única Esposa”[9].
Con este fin de sentir con la Iglesia y sentir la
Iglesia[10], el papa Juan Pablo II
describe los lazos que nos unen en la Comunión de los santos, en un texto amplio de la Bula jubilar Incarnationis mysterium:
"La Revelación enseña
que el cristiano no está solo en su camino de conversión. En Cristo y por medio
de Cristo, la vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la vida
de todos los demás cristianos, en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico. De
este modo se establece entre los fieles un maravilloso intercambio de bienes
espirituales, por el cual la santidad de uno beneficia a los otros mucho más
que el daño que su pecado les haya podido causar. Hay personas que dejan tras
de sí como una carga de amor, de sufrimiento aceptado, de pureza y de verdad,
que llega y sostiene a los demás. Es la realidad de la “vicariedad”, sobre la
cual se fundamenta todo el misterio de Cristo. Su amor sobreabundante nos salva
a todos. Sin embargo, forma parte de la grandeza del amor de Cristo no dejarnos
en la condición de destinatarios pasivos, sino incluirnos en su acción
salvífica y, en particular, de su pasión...
Esta profunda
realidad está admirablemente expresada también en un pasaje del Apocalipsis, en
el que se describe la Iglesia
como la esposa vestida con un sencillo traje de lino blanco, de tela
resplandeciente. Y San Juan dice: “El lino son las buenas acciones de los
santos” (19,8). En efecto, en la vida de los santos se teje la tela resplandeciente,
que es el vestido de la eternidad. Todo viene de
Cristo, pero como nosotros le pertenecemos, también lo que es nuestro se hace
suyo y adquiere una fuerza que sana. Esto es lo que se quiere decir cuando se
habla del “tesoro de la
Iglesia”, que son las obras buenas de los santos...
Incluso en el
ámbito espiritual nadie vive para sí mismo. La saludable preocupación por la
salvación de la propia alma se libera del temor y del egoísmo sólo cuando se
preocupa también por la salvación del otro. Es la realidad de la comunión de
los santos, el misterio de la “realidad vicaria”, de la oración como camino de
unión con Cristo y con sus santos. Él nos toma consigo para tejer juntos la
blanca túnica de la nueva humanidad, la túnica de tela resplandeciente de la Esposa de Cristo” (IM 10).
Sea nuestro amor la
Iglesia; pertenezca nuestro corazón a la Iglesia. Que la Iglesia sea nuestra
pasión, nuestro amor. Que vivamos en función de la Iglesia con un amor
fuerte, firme y fiel a la
Santa Iglesia. Seamos miembros pequeños, sencillos y dóciles
de la Iglesia,
con una entrega incondicional a la
Iglesia, sintiendo con la Iglesia y sintiendo la Iglesia en nuestro
corazón, reconociendo, humildemente, que “el misterio de la Iglesia es en resumen todo
el Misterio. Es por excelencia nuestro propio misterio. Nos abraza por
completo. Nos rodea por todas partes, ya que Dios nos ve y nos ama en su
Iglesia, ya que en ella es donde Él nos quiere y donde nosotros lo encontramos,
y en ella es donde también nosotros nos adherimos a Él y donde él nos hace
felices”[11].
Por el admirable misterio de la
Comunión de los santos, ojalá haya un nuevo renacer de la Iglesia en nuestras almas,
una nueva primavera en que la
Iglesia despierte y amanezca en las almas de los fieles.
“Esta elevación del sentire cum Ecclesia [sentir con la Iglesia] a un sentire Ecclesiae [sentir la Iglesia] sólo resulta posible en la negación de uno mismo y en la plena obediencia a la jerarquía eclesiástica; esto será lo que acreditará siempre su autenticidad”[12].
Este apasionado amor a la
Iglesia, esta eclesialidad que se graba en nuestra vida, hace
que el corazón se ensanche, se dilate, viéndolo todo con una luz nueva, con un
amor arraigado, firme y fiel a la
Iglesia participando así del amor del mismo Cristo por su
Esposa la Iglesia
por la cual “se entregó para lavarla... y
presentarla ante sí inmaculada y santa, sin mancha ni arruga” (cf. Ef 5,
25-27), y gozando y siendo prolongación visible del amor de la Esposa por su Señor
Jesucristo, y que permite el paso “de amor a la Iglesia a amor de la Iglesia, participando en nosotros del
amor de la Iglesia
a Jesucristo”[13].
[1] VON BALTHASAR, Tú tienes
palabras de vida eterna, Madrid, Encuentro, 1998, pág. 32.
[2] JUAN PABLO II, Salvifici
doloris, nº 27.
[3] La más joven doctora de la Iglesia, Sta. Teresa de
Lisieux, escribía: “Veo que sólo el sufrimiento es capaz de engendrar almas”
(CA, 81 rº).
[4] Dice el Catecismo: “El
cristiano que quiere purificarse de su pecado y santificarse con ayuda de la
gracia de Dios no se encuentra solo. «La vida de cada uno de los hijos de Dios
está ligada de una manera admirable, en Cristo y por Cristo, con la vida de todos los otros
hermanos cristianos, en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo,
como en una persona mística»” (nº 1474).
[5] Uno de los más insignes
teólogos del siglo XX, el Cardenal De Lubac, afirmaba: “Nuestra predestinación
en Cristo es la predestinación de la
Iglesia: nunca la consideró San Pablo sino en esta
perspectiva total. En todos sus actos sobrenaturales, el cristiano obra “ut
membrum Ecclesiae” [como miembro de la Iglesia], “ut pars Ecclesiae” [como parte de la Iglesia]. Jesucristo nos
ama a cada uno... pero no nos ama separadamente. Él nos ama en su Iglesia, por
la que vertió su sangre. Por fin, nuestro destino personal no puede realizarse
sino en la salud común de la
Iglesia, de esta Madre de la Unidad” (Meditación sobre la Iglesia, Madrid,
Encuentro, 1988, pág. 45).
[6] Cántico espiritual,
canción 29, 2-3.
[7] S. CIPRIANO, De dominica
oratione, 8.
[8] DE LUBAC, Catolicismo,
Madrid, 1988, pág. 162.
[9] VON BALTHASAR, ¿Quién es la Iglesia? en Sponsa Verbi,
pág. 214.
[10] Recordemos la importancia
que este concepto tiene en los Ejercicios Espirituales de S. Ignacio, cuando
propone una serie de reglas “para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos
tener” [EE 352], y que en la tradición ha recibido diversos títulos: “sentir
con la Iglesia”
(Vulgata), “sentir en la
Iglesia” (Polanco y el Autógrafo de los Ejercicios).
[11] DE LUBAC, Catolicismo,
pág. 46.
[12] VON BALTHASAR,
Experiencia de la Iglesia
en nuestro tiempo, en Sponsa Verbi, Madrid, Cristiandad, 1964, pág. 36.
[13] VON BALTHASAR,
Experiencia de la Iglesia
en nuestro tiempo, pág. 50.
Me ayuda mucho a comprender estas verdades escondidas en el Misterio de Dios y de la Iglesia. Muchas gracias Padre Javier. Muchas gracias Señor Jesús
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