Cualquier método de discernimiento exige que el
cristiano se acerque a Dios con el sincero deseo de descubrir la voluntad
divina, con el propósito de elegir el camino más adecuado para la mayor gloria
de Dios y servicio de la Iglesia.
Es necesaria una auténtica disponibilidad
interior (la indiferencia de la que habla S. Ignacio de Loyola) para escuchar y
secundar la llamada de Dios aun cuando ello suponga luchar contra nuestros
propios egoísmos o preferencias personales más o menos justificadas.
Debemos
hacer esta reflexión o deliberación personal en un clima de oración, meditando
la palabra de Dios, contemplando los misterios de la vida de Jesucristo y
observando atentamente los movimientos interiores de nuestro espíritu, nuestras
inclinaciones, nuestros sentimientos y, sobre todo, aquellos horizontes en los
que encontramos una paz especial, silenciosa, que no procede de la satisfacción
de pasiones egoístas, ni del engaño con que inconscientemente nos hacemos
prisioneros de nosotros mismos, sino a la acción del Espíritu de Dios. Esta paz
va unida a la generosidad y a la humildad.
El
cristiano, al hacer este esfuerzo de deliberación, reflexión o discernimiento,
debe reconocer que tiene necesidad de ser ayudado por otros miembros de la
comunidad cristiana. en la tradición espiritual de la Iglesia se concedió
siempre gran importancia al "padre espiritual", o al
"confesor", cuyo papel no es el de suplantar la personalidad del
penitente, sino ayudarle a descubrir la llamada de Dios y a secundar la acción
del Espíritu. Además es bueno la comunicación con los demás hermanos en la fe.
La
dinámica del deseo en el alma le imprime un carácter siempre inquieto; el alma
siempre está en movimiento, en tensión, porque anda siempre en una búsqueda de
plenitud, y ésta sólo se halla en Dios y en su voluntad amorosa y salvífica. Es
Dios mismo el que infunde el deseo en el alma, el que inspira los caminos de la
búsqueda y el que da alas al alma para volar y posarse en el desierto del
Señor.
En todo ello vemos la búsqueda de la voluntad de Dios, su providencia
amorosa que guía y lleva allá donde a veces no sabemos cómo llegar (y porque desconocemos
la meta) y llegamos a comprender cómo la vida cristiana es un continuo
discernimiento: "Enséñame, Señor,
tus caminos".
Te vestiste de humillación y de hermosura.
Consignó la confesión o humillación antes de la hermosura. La hermosura se
halla en la belleza. Buscas la belleza, buscas cosa buena. Pero ¿por qué, oh
alma, buscas la belleza? Para que te ame tu esposo, pues fea le desagradas.
¿Cómo es Él? "Hermoso sobre los
hijos de los hombres". Fea, quieres besar al hermoso, pero no ves que
tú estás llena de iniquidades. Con todo "se
derramó la gracia en tus labios". Pues así se dijo de Él: "hermosísimo sobre los hijos de los
hombres, se derramó la gracia en sus labios, por eso te amaron las
doncellas". Luego existe un hermoso, existe un bello sobre los hijos
de los hombres; y aunque es el Hijo del hombre, sin embargo, es bello sobre los
hijos de los hombres. ¿A éste quieres agradar?... Oigamos a la Iglesia, que
tenía en sus componentes una sola alma y un solo corazón en Dios. A ésta habla
el salmo. ¿Quieres agradarle? No podrás mientras permanezcas deforme. ¿Qué
harás para ser hermosa? primeramente que te desagrade tu deformidad, y entonces
merecerás conseguir la hermosura de parte de Aquél a quien hermosa quieres
agradar, pues será tu reformador el mismo que fue tu formador. Luego primero ve
qué eres para que no te atrevas, siendo fea, a ir en pos de los besos del
bello. ¿Y qué he de mirar para verme? Dios te proporcionó el espejo de la
Escritura. En ella se lee: Bienaventurados
los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. En esta lección se
colocó ante tus ojos el espejo. El
espejo te presenta tu rostro. Como ves que el espejo no te adula, tampoco tú te
adules. Él te muestra la belleza que tienes; ve cuál eres, y, si te desagrada, procura
no ser así. Pues si siendo fea, a ti mismo te desagradas, ya agradas al bello.
¿Por qué? Porque, al desagradar tu fealdad, comienzas a agradarle a Él, por la
confesión o humillación, conforme se dijo en otro lugar: Comenzad a alabar al Señor con la confesión o humillación. Primero
confiesa tu fealdad: la fealdad de tus pecados y de las iniquidades del alma.
Confesando tu fealdad, comienzas a alabar; por la confesión comienzas a ser
embellecido; y ¿por quién? "Por el
hermosísimo sobre los hijos de los hombres". (S. Agustín, Enar. in
psalm, 103,4).
Desde el
comienzo mismo de mi fe, por la que me trocaste, me enseñaste que nada precedió
en mí, para que yo no dijera que se me debía lo que me diste. ¿Quién se
convierte a Dios si no es procediendo de la iniquidad? ¿Quién es redimido a no
ser que se halle cautivo...? "¡Oh
Dios! tú me enseñaste desde mi juventud". Desde el momento en que me dirigí a ti fui
trocado por ti, que me creaste; fui renovado porque fui creado; fui reformado,
porque fui formado. Desde el instante de mi conversión aprendí que no
precedieron méritos míos, sino que me diste gratuitamente tu gracia para que me
acordase de tu sola justicia.
¿Qué
aconteció después de mi juventud? "Me
enseñaste -dice- desde mi
juventud". Luego ¿qué sucedió después de mi juventud? En tu primera
conversión aprendiste que antes de ella no eras justo, sino que precedió a ella
la iniquidad; mas borrada la iniquidad, sucedió la caridad. Y, ya renovado en
nuevo hombre, en esperanza únicamente, más no aún la realidad, aprendiste que
no precedió bien alguno tuyo y que por la gracia de Dios te convertiste al
Señor. ¿Quizá convertido tendrás algo propio, por lo que podrás presumir de tus
propias fuerzas? Los hombres suelen decir: Déjame ya; necesitaba que me
mostrases el camino; es suficiente; proseguiré mi camino. Pero el que te
muestra el camino, ¿qué dice? ¿No quieres que te guíe? Tú, si eres soberbio,
contestas: No, gracias; con lo indicado me sobra, caminaré. Quedaste solo, y
por ignorancia, de nuevo te desorientas. Bien hubiera sido que te hubiese
guiado el que te colocó en el camino. En suma, si Él no te guía, de nuevo
errarás el camino; dile, pues: "Guíame,
Señor, en tu camino y andaré en tu verdad". Entrar en el camino es la
juventud, es la renovación, es el comienzo de la fe. Antes andabas extraviado
por tus caminos... ¿Qué diré? ¿Vino a ti el que te había de mostrar el camino?
Sí; vino a ti el mismo camino, y fuiste colocado en él, sin preceder ningún
mérito tuyo, porque estabas extraviado. Pues bien: desde que entraste en él,
¿ya te guías por ti mismo? ¿Ya te abandonó el que te mostró el camino? (S.
Agustín, Enar. in Psalm., 70, II, 2-3).
No hay comentarios:
Publicar un comentario