Como el cristianismo es para
valientes y fuertes, como la fe no es el opio del pueblo sino un revulsivo para
vivir la realidad cotidiana de otro modo, los santos son hombres y mujeres que
lograron una gran madurez humana, psicológica y espiritual en su vida.
Eran
niños por la sencillez de su alma, pero muy lejanos al infantilismo caprichoso
que busca llamar y acaparar la atención de todos; eran alegres e incluso
joviales algunos de ellos, pero muy extraños al eterno adolescente –que tanto
abunda hoy- que vive de su inmadurez y egocentrismo, haciendo que todo gire en
torno a ellos, incapaces de donarse, sólo de demandar de los demás. Eran libres
en su alma, pero no independientes de los demás, no con miedo a entablar
vínculos sólidos con los otros. Eran soñadores con los pies en la tierra, con
profundas dosis de realismo y confianza en la Providencia, pero
nunca se crearon su propio mundo, alejado de la realidad. Eran fieles a su
palabra, a los compromisos asumidos y a la misión recibida del Señor, sin
fluctuar ni oscilar, vacilando de un punto a otro, cambiando de opinión,
variando de ruta, sin saber dónde ir para, al final, quedarse estancados.
¡Éste
es el perfil de los santos! Con la infinita variedad de caracteres y
temperamentos, de estilos y de vocación, de circunstancias exteriores y de
formación, todos ellos, no obstante, aparecen como “tipos humanos” plenamente
realizados, maduros, cohesionados, cabales, de una pieza.
La
santidad, o por mejor decir, la gracia, aceleró en los santos su madurez y su
“autorrealización” (empleando términos hoy muy difundidos) que llaman mucho la
atención a quien los observa sin prejuicios.
La
santidad auténtica conduce a la madurez humana, forja personas realizadas según
el modelo del Hombre nuevo, Jesucristo. El cristianismo -¡la vida en Cristo!-
desarrolla absolutamente todo lo humano, permite que crezca, y lo eleva por
gracia.
En
los santos se observa, por ejemplo, un desarrollo pleno de esas virtudes que
dan consistencia: prudencia, fortaleza, justicia y templanza, con todas las
virtudes auxiliares. Son recios, equilibrados, adultos. La santidad desvela el
verdadero y mejor humanismo, ya que los santos son profundamente humanos, no
seres mutilados, extraños, superficiales:
El
santo es el hombre más verdadero que hallaremos, aquél que es capaz de
desvelarnos todas las riquezas de transformación y plenitud contenidas en el
Evangelio y en el seguimiento de Cristo. No mutilaron lo humano que había en
ellos, ni renunciaron a su propia humanidad: por el contrario el “humanum” lo
vieron desarrollado y enriquecido como jamás habrían pensado.
Por
eso fueron realistas y no se fabricaron un mundo imaginario; amaron mucho con
una afectividad madura y libre; eran constantes y perseverantes sin arrinconar
proyectos ni cansarse aburridos al poco tiempo; eran libres y jamás dependieron
del aplauso de los admiradores y no quisieron una corte de aduladores a su
lado; crecieron tanto que fueron responsables de sus tareas, misiones y actos,
sin improvisar ni vivir desorganizadamente, dejando las cosas a medio hacer
para que otros siempre los tuviesen que acabar en su lugar; poseían un
equilibrio interior grande hasta el punto de ser activos y contemplativos a un
tiempo, llenos de Dios y con horas de oración y a la vez diligentes en el
servicio a los hermanos; su ánimo es estable, propio de la madurez, sin los
altibajos por días ni las euforias y derrumbamientos de la inestabilidad y
fragilidad psíquica; crecieron siempre, no por impulsos caprichosos, sino con
el cimiento sólido de virtudes consolidadas y muy trabajadas por ellos:
fortaleza, justicia, prudencia, templanza, laboriosidad, diligencia, paciencia,
magnanimidad…; había tal equilibrio en todo su ser que poseían discernimiento y
discreción, sin alterarse ni ser impulsivos sino que, con paz, reflexionaban y
oraban; conocedores del alma humana, daban a cada uno lo suyo -¡sin celos ni
envidias!- reconociendo y alabando lo bueno de los demás, sin idolatrar a nadie
menospreciando a otros…
Todos
estos son signos de madurez y equilibrio que, a la vez, han de darse; y en los
santos podemos hallar todos estos signos y algunos más como señales, evidentes,
de que la santidad perfecciona y eleva lo humano sin destruirlo, sin anularlo.
Pero sin estos signos de madurez, sin una personalidad humana equilibrada,
madura y desarrollada, ¿puede haber santidad? ¿Hay santos? ¡Imposible! Habrá
fachada, algo que disimule la ruina interior; habrá populismo e imagen de
quehacer pastoral, o de activismo, o de falsa piedad y devoción (almas
encapotadas, que decía santa Teresa)… pero si lo humano está atrofiado,
desequilibrado, infantilizado, ¡no hay santidad de veras! ¡Es imposible! Porque
no es “todo de Dios” quien nunca crece ni madura ni se arraigan en él virtudes
consistentes ni ora tranquila y contemplativamente.
“Nos limitaremos a algunas sencillas importantes observaciones. La primera es la que defiende la relación entre religión y moral: Nos afirmamos con toda la tradición teológica y pedagógica del cristianismo, que la gracia perfecciona la naturaleza; esto es, la fe, la vida religiosa, el referir nuestras obras a Dios, como a su principio y a su fin, el ejemplo y la virtud que derivan del Evangelio, la enseñanza que la Iglesia imparte a los fieles sobre el conocimiento de los propios deberes y el modo de concebir la vida individual y la vida social, la práctica de la oración y del temor de Dios, etc., no deforman el carácter del hombre, no atentan contra su libertad, no suplantan el proceso íntimo de su conciencia, ni mucho menos autorizan al fiel a evadirse de sus compromisos en el contexto natural y civil, no lo convierten en un fariseo gazmoño e hipócrita, sino que despiertan en el hombre el verdadero sentido del hombre, excitan en él no sólo la consciencia del bien y del mal, y lo liberan del indiferentismo moral hacia el que se desliza aquella mentalidad difusa en la cual, borrado el sentido de Dios, se oscurece el cómo y el porqué de la conducta honesta, sino que le comunican además su propia energía para ser fuerte y recto y la otra misteriosa, la gracia, viene a añadirse y conduce al hombre a superarse a sí mismo, a aspirar al verdadero superhombre que es el justo según la fe, el héroe sencillo y constante de las grandes y cotidianas pruebas de la vida, el santo, en suma, tanto en el sentido primitivo de la comunidad cristiana, como en el sentido de algunos casos singulares de la hagiografía moderna.No tema el creyente ser el último ni siquiera el segundo con respecto al ideal humano por el que está interesada la mentalidad contemporánea” (Pablo VI, Audiencia general, 17-julio-1968).
No
hay mejor definición, después de cuanto se ha expuesto, para un santo que
honrarle con el título de “hombre cabal”, el mejor exponente de cómo la gracia
hace madurar lo humano, creando personas plenamente desarrolladas,
equilibradas, maduras, forjadas, sin fijaciones infantiles, ni comportamientos
adolescentes.
“Verdad y caridad, el binomio es sencillo, pero psicológica y socialmente no fácil; ahora bien, de todas formas, es comprensivo y representativo de las virtudes fundamentales que definen socialmente al hombre ideal, es decir, al cristiano, y, en su máximo nivel, al santo” (Pablo VI, Audiencia general, 18-febrero-1976).
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