Para una teología que quiera ser
viva y fecunda, y, por tanto, para una pastoral que quiera ofrecer algo sólido
y real, los santos son unos referentes. Ellos son testigos y maestros a un
tiempo; testigos de la acción y actuación de Dios en la vida, maestros porque
expresan lo que ven y lo que viven, lo que palpan y experimentan del Misterio,
abriendo caminos para que otros los puedan recorrer.
En
los santos se cumple aquello que escribía Pablo VI en Evangelii Nuntiandi: “El hombre contemporáneo escucha más a
gusto a los testigos que a los maestros o si escucha a los maestros es porque
son testigos” (n. 41). Son testigos,
y constituidos en testigos, tienen palabras que pueden y deben ofrecer, siendo
maestros para la vida de la
Iglesia, para los otros hermanos y miembros de Cristo que
peregrinan.
¿Y de qué hablan? ¿Qué pueden
ofrecer?
Ante todo, su experiencia
personalísima del Misterio de Dios; pueden ofrecer sus deseos y aspiraciones de
su alma que se han visto colmados con creces cuando se han unido al Señor y
nada ha roto o debilitado esa unión.
Los santos son testigos y maestros
de una vida superior, plenamente cristiana, y por ello, mística. No se trata de
un monje aislado, de un eremita apartado, o de una contemplativa tras su
clausura: la vida mística, el desarrollo de la gracia que une a Cristo, se da
en santos de toda condición, de toda vocación, también en la vida sacerdotal y
en la vida laical, de tantos seglares en el mundo, trabajando en el mundo,
transformándolo, y a la vez con una riquísima y oculta vida interior, mística.
Sus vidas entonces resplandecen y reflejan una luz más pura: Cristo brilla en ellos. Así se convierten en estelas luminosas que señalan caminos para nosotros hoy, puntos claves de referencia para no perdernos.
Con palabras preciosas del P. Grandmaison, en su obra "La religion personelle":
"¿Que si hay muchos místicos? Dios lo sabe. Y ojalá Dios lo quiera. Podemos asegurar que existe, en los claustros y fuera de ellos, un notable número de hombres que han desarrollado en ellos, ampliamente, la vida mística, mediante la oración, el aislamiento, la penitencia, la meditación y la habitual pureza de corazón.
Por lo general, su oración es muy simple y, sobre todo, muy afectiva, salvo en períodos de aridez o actividad espirituales, movidas por especiales circunstancias. A ciertas horas, experimentan el vivo sentimiento de la presencia de Dios, sentimiento que persiste aunque levemente atenuado; y, como contrapartida, experimentan un penoso sentimiento de abandono, de vacío, de soledad.
Otras veces, les domina un deseo de conversación divina, un deseo de oración, de recogimiento. Ansían complacer a Jesucristo, imitarle, trabajar para Él, conformar su vida a la vida dolorosa de Jesús, y a su redención. Sienten el angustiado temor de no hacer cuanto debieran, de no rendir el servicio debido; sienten una compunción cruel y amada; una amargura muy de desear, habida cuenta de su propia miseria; una humillación íntima que les rebaja sin quitarles ánimos, que mortifica el amor propio, sin inducir a la desesperación ni al abandono. El místico considera pertinente este modo de orar, percibe que su comportamiento es deseable, estima que debe realizar su sacrificio, que sus reproches son eco, sin iluminismo, pero sin temor a errar, de la voz del Maestro en su interior, una voz que a ninguna se asemeja.
Las experiencias de estos adelantados, de estos extraviados hijos de nuestra raza, proyectados hacia el Bien sin sombras, estas experiencias han llegado hasta nosotros, según ellos mismos las consignaron, al igual que las crónicas de los exploradores de tierras casi inaccesibles. Si somos incapaces de seguir los pasos de estos audaces exploradores y de verificar sus crónicas, de nosotros depende que queramos acompañarles con el pensamiento. Los grandes místicos son los pioneros y los héroes del más bello, del más deseable, del más maravilloso de los mundos.
Más aún, los místicos son, en su mundo y a su altura, los testigos a quienes escuchan todos aquellos que, esforzándose en desarrollar su religión personal, buscan al Creador, a tientas y en la aridez de las tareas cotidianas, para todos aquellos que, a través de las oscuridades de la fe, han experimentado, aunque sea ligeramente, la divina dulzura, y han comprendido, aunque sólo sea por un instante, que "únicamente Dios es bueno". Después del gran Testigo que dio testimonio del Padre, después de los apóstoles y de los mártires, y salvando todas las distancias, son los místicos quienes pueden decirnos: 'Lo que hemos visto, lo que hemos oído, lo que hemos tocado... esto es lo que os anunciamos'. Y al escucharles, nuestra alma se estremece de esperanza e impaciencia. Son también los testigos de la amada presencia de Dios en la Humanidad.
Por fin, les debemos el consuelo de saber y de sentir que ha habido otros seres que han amado más que nosotros a Aquel que merece ser perfectamente amado. Nos han dado, quizá, la más bella, la más pura y la más dulce alegría, y también la alegría más fecunda, porque es siempre un estímulo y un aliento, es decir, la alegría de la admiración" (cit. en Jean Guitton, Diálogos con Pablo VI, Madrid 2014,288-289).
Es
momento, pues, de recibir los deseos y aspiraciones de los santos, y dejarnos
educar por ellos, caminando de su mano, para que las aspiraciones más hondas de
nuestras almas, que tal vez desconozcamos o acallemos sin saber cómo resolver,
encuentren su plena expresión y desarrollo.
La
vida mística en nosotros también es una posibilidad por gracia. Los santos nos
lo enseñan: “El mensaje de oración nos llega a nosotros, hijos de la Iglesia, en una hora
caracterizada por un gran esfuerzo de reforma y de renovación de la oración
litúrgica; nos llega a nosotros tentados por el reclamo y por el compromiso del
mundo exterior a ceder al trajín de la vida moderna y a perder los verdaderos
tesoros de nuestra alma por la conquista de los seductores tesoros de la
tierra.
Este
mensaje llega a nosotros, hijos de nuestro tiempo, mientras se va perdiendo no
sólo la costumbre del coloquio con Dios, sino también el sentido de la
necesidad y del deber de adorarlo y de invocarlo. Llega a nosotros el mensaje
de la oración, canto y música del espíritu penetrado por la gracia y abierto al
diálogo de la fe, de la esperanza y de la caridad, mientras la exploración
psicoanalítica desmonta el frágil y complicado instrumento que somos, no para
escuchar las voces de la humanidad dolorida y redimida, sino para escuchar el
confuso murmullo del subconsciente animal y los gritos de las indomadas
pasiones y de la angustia desesperada.
Llega
ahora a nosotros el sublime y sencillo mensaje de la oración de parte de la
sabia Teresa que nos exhorta a comprender “el gran bien que hace Dios a un
alma, que la dispone para tener oración con voluntad... que no es otra cosa la
oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad estando muchas veces
tratando a solas con quien sabemos nos ama” (Vida 8,4-5)” (Pablo VI, Hom. en el
doctorado de santa Teresa de Jesús, 27-septiembre-1970).
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