La súplica de la oración colecta
orienta para vivir este tiempo de nueva evangelización como evangelizadores de
verdad: “haz que nosotros, teniendo los ojos fijos en Él, vivamos siempre con
caridad auténtica, como mensajeros y testigos de su Evangelio en todo el
mundo”.
a)
“Teniendo los ojos fijos en Él”. ¿A quién vamos a mirar? ¿Quién va a ser
nuestra referencia? Cuando se apartan los ojos de Jesús, cada uno busca otro
modelo, se vuelve fan de cualquiera: Apolo, Pablo, Cefas, etc…; olvidando la
referencia a Cristo, elevamos a categoría máxima e intocable cualquier
mediación, cualquier persona, cualquier movimiento, grupo o comunidad. Siendo
esto así, la evangelización degenera en proselitismo para agregar personas “a
lo mío”, lo único válido, mi movimiento, mi grupo.
Lo
propio cristiano para evangelizar es tener “los
ojos fijos en Jesús” (Hb 12,2), como Pedro miraba a Jesús y fue capaz de
andar sobre las aguas y sólo al apartar la vista de Él y mirar las aguas,
sintiendo la fuerza del viento, comenzó a hundirse (cf. Mt 14,28ss).
El
evangelizador sólo mira a Cristo, sus ojos están pendientes sólo de Él (cf. Sal
122) y no aparta su mirada hacia nada ni hacia nadie más, identificándose sólo
con el Señor. Por eso, un evangelizador será siempre un contemplativo más que
un activo (o un activista) porque necesitará de la oración, del silencio, de la
liturgia, para fijar sus ojos en Jesús con serenidad y reposo del corazón. Si
no mira a Jesús, será un populista, un demagogo, un hombre comprometido en mil
tareas distintas que nunca culmina, disperso, pero jamás podrá ser
evangelizador.
b)
“Vivamos siempre con caridad auténtica”: un gran amor, que es participación del
amor trinitario, mueve al evangelizador. Sabe que no hay nada mayor ni mejor
que el Amor de Dios, y vive el dinamismo de ese Amor: “tanto amó Dios al mundo
que envió a su Hijo…” (Jn 3,16). La caridad de Dios –que urge, 2Co 5,14- mueve
al evangelizador y lo transforma interiormente, para que, de esa
transformación, surja un apóstol que evangelice.
Un
gran Amor lo ha cautivado; ya sólo esa caridad auténtica le va a llevar a
evangelizar porque quiere que otros se asocien no a su persona -¡sabe que él es
una mediación transitoria, pasajera!- sino que se asocien a la Persona de Cristo.
Evangelizará,
impulsado por una caridad auténtica, dándose, entregándose, sin límites,
aguantándolo todo, soportándolo todo y no como mero voluntariado por un tiempo
apalabrado o con determinadas condiciones. La caridad auténtica se da, se
entrega; el evangelizador no realiza unos actos de apostolado, el evangelizador
se convierte en apóstol, siempre, en todo momento. ¡La caridad lo ha
transformado! Es ahora “siervo vuestro
por amor de Jesús” (cf. 2Co 4,5).
Esa
caridad auténtica del evangelizador, que suplica la oración colecta, se llama
celo por anunciar el Evangelio (cf. Ef 6,15), celo por las almas, y es un fruto
del Espíritu en las almas que no buscan su propio interés (cf. Flp 2,21) ni
menos aún su comodidad, sino que buscan y trabajan por el bien de las almas.
Nada los retiene, nada les enfría su fervor: asumen cualquier trabajo con tal
de que Cristo sea conocido (cf. Flp 1,13) y amado. Sin este tono, es decir, sin
esta caridad auténtica y celo por las almas, ni hay evangelizadores ni puede
realizarse una nueva evangelización.
c)
Finalmente, rogamos: “vivamos siempre con caridad auténtica, como mensajeros y
testigos de su Evangelio en todo el mundo”.
Para
que el Evangelio resuene en todo lugar, para todos, necesita la encarnación
humana de un evangelizador, un transmisor, que va a ser el cauce elegido por Dios.
La evangelización no la realizan ángeles, espíritus puros, sino la mediación
humana de un enviado.
Este
evangelizador es un mensajero y por tanto es deber suyo comunicar el mensaje
que se le ha confiado. Por eso evangelizar es realizar un anuncio claro, una
predicación explícita de Jesucristo y su salvación, llamando a la conversión, a
una vida nueva y a la agregación eclesial. Un evangelizador mudo no es un
mensajero; un evangelizador que calla el mensaje esperando simplemente que los
demás alguna vez pregunten, o que enmudece y sólo realiza obras humanitarias,
filantrópicas, será buena persona con nobles sentimientos, pero no está
evangelizando, porque no entrega el mensaje evangélico, ni conduce a nadie al
encuentro y contacto personal con Cristo.
A
la vez, sin que exista disyunción posible, el mensajero es a un tiempo testigo,
cuya vida posee la impronta de Cristo y un estilo propio, el del Espíritu, de
vivir. El testigo demuestra con su vida, sus obras, sus gestos, sus
sentimientos, la verdad de Cristo y la capacidad transformadora del Evangelio.
Por eso sus palabras, su predicación, su mensaje comunicado, su catequesis,
etc., tienen convicción y fuerza, son creíbles, porque su vida es la mejor
apología, la mejor defensa y demostración razonable.
Palabras
y obras, predicación y vida, están unidos en la persona del evangelizador. Éste
no transmite un mensaje memorizado, un anuncio aprendido, mientras su vida
transcurre al margen, indolente. Jamás puede ser un “técnico” del Evangelio,
sino un testigo que anuncia, predica, señala a Cristo: ¡la vida le va en ello!,
porque su vida es Cristo (cf. Flp 1,21), sus obras son de Cristo y comunicará
el Evangelio a otros para que tengan la misma experiencia: “venid y veréis” (Jn 1,39); “venid
a ver un hombre queme ha dicho todo lo que he hecho”, decía la samaritana a
sus paisanos (Jn 4,29). “Y lo llevó a
Jesús” (Jn 1,42): así reacciona Andrés cuando ha conocido a Jesús, llevando
a su hermano Simón para que tenga la misma experiencia personal. “Ven y verás” (Jn 1,46) es la respuesta
de Felipe a la incredulidad de Natanael.
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