También los santos, y el deseo que ellos provocan en nosotros, aparecen reflejados y nombrados expresamente en todas las plegarias eucarísticas.
Tiene su importancia, su valor y su significado. ¿Por qué tanta insistencia, a qué viene su recuerdo en el momento central de la Santa Misa?
¿Qué consecuencias tiene este recuerdo y este signo de comunión y de memoria agradecida de todos los Santos?
“Con todos los
santos”
-Comentarios a la
plegaria eucarística –XIV-
La
gran plegaria eucarística reúne en una misma acción sacramental a toda la Iglesia, visible e
invisible, la Iglesia
aún peregrina en la tierra, caminante, y la Iglesia celestial, la de los santos, aquellos que
son las mejores y más acabadas imágenes de Cristo[1]. Es
así que toda la Iglesia
está unida en la celebración eucarística, que el cielo entra en la tierra
durante la santa liturgia.
El
himno de alabanza, el “Santo” no es cantado por el coro o los asistentes
únicamente. A una voz, cielo y tierra interpretan la misma alabanza; los
ángeles, los santos, todos los mártires, cantan en el cielo la santidad de
Dios, y nosotros, humildemente “nos unimos a sus voces”, cantamos “a una voz”,
“sin cesar”.
Los
santos cantan con nosotros, rodean el altar invisiblemente junto con los
ángeles.
Y
somos conscientes, gozosamente conscientes, de que la Eucaristía es algo más
grande y sublime, porque no sólo están participando aquellos que vemos, el
grupo de fieles asistentes, sino también los santos, y estamos en comunión con
ellos. Nos alegramos, y tenemos muy presente siempre, cómo la Iglesia es un Misterio que
une elementos que podrían parecer dispares; integra extremos paradójicos. La Constitución
Sacrosanctum Concilium ofrece un elenco de estas paradojas
que conforman el Misterio de la
Iglesia:
“Es
característico de la Iglesia
ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles,
entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin
embargo, peregrina; y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y
subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la
contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos” (SC 2).
No
es de extrañar entonces que si así es la naturaleza del Misterio de la Iglesia, la Eucaristía celebrada
reúna en sí lo visible y lo invisible, lo humano y lo divino, y tenga muy
presentes a todos los santos. La
Iglesia ofrece el sacrificio del altar con la mención expresa
de los santos, en comunión con ellos, sin encerrarse o limitarse al grupo de
los fieles presentes como si fuera una acción privada que depende sólo del
hombre, supeditada incluso a los gustos y experiencias del grupo humano.
¡Cómo
ensancha esto el corazón, lo dilata en su vertiente más eclesial! La Eucaristía se celebra
“reunidos en comunión con toda la
Iglesia” y por ello “veneramos la memoria, ante todo, de la
gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor; la de
su esposo san José; la de los santos apóstoles y mártires Pedro y Pablo,
Andrés… y la de todos los santos” (Canon romano).
Cada
celebración eucarística se ofrece en comunión con todos los santos, reforzando
y aumentando los vínculos que ya existen con la Iglesia del cielo. Así se
rompe nuestro aislamiento, nuestra soledad; así se corrige una visión reducida
de la Iglesia,
muy antropocéntrica, ampliando el horizonte: vivimos siempre en la comunión de
los santos y ofrecemos el sacrificio eucarístico en comunión con todos los
santos.
También
las plegarias eucarísticas nombran a los santos, encabezados por la Virgen María, para recordar
cómo la Iglesia
es una Iglesia peregrina en la tierra, cuya meta es el cielo, cuya patria es la
gloria, y hacia ella se encamina. La Eucaristía es alimento para el camino deseando
vivir en el Reino de los cielos el banquete eterno, junto a todos los santos:
“con María, la Virgen Madre
de Dios, su esposo san José, los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a
través de los tiempos, merezcamos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida
eterna y cantar tus alabanzas” (PE II), con palabras de la plegaria eucarística
III: “que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos: con María, la Virgen Madre de Dios; su esposo
san José; con los apóstoles y los mártires y todos los santos”. Siendo el deseo
vivir en la gloria del Reino, lo aguardamos y expresamos nuestra súplica:
“Padre de bondad, que todos tus hijos nos reunamos en la heredad de tu reino,
con María, la Virgen Madre
de Dios, con su esposo san José, con los apóstoles y los santos” (PE IV).
De
nuevo, entonces, hay que repetir que el cielo se une a la tierra en la
celebración eucarística. Juntos, con los santos, ofrecemos el sacrificio
eucarístico, y deseamos que con ellos gocemos eternamente de la gloria de
Jesucristo en el Reino de Dios.
Rey
de los cielos, tú que nos estimulas a desear la ciudad futura, por medio de los
fieles seguidores de Cristo, haz que aprendamos de ellos el camino más seguro
de alcanzarla[2].
Nos concedes celebrar la gloria
de tu ciudad santa,
la Jerusalén celeste, que
es nuestra madre,
donde eternamente te alaba
la asamblea festiva de todos los
Santos,
nuestros hermanos.
Hacia ella, aunque peregrinos en
país extraño,
nos encaminamos[3].
Javier Sánchez
Martínez, pbro.
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