viernes, 12 de julio de 2019

La alegría honda y serena del cristiano

Nunca está de más volver sobre realidades esenciales, aquellas que son tan básicas en el tejido del cristianismo, que podemos pasar por alto, sin caer en ellas, ni considerarlas detenidamente.

Una de esas realidades esenciales es que la vida cristiana es alegre y feliz; sí, aun marcada por la cruz, porque ya la Pascua de Cristo y su Corazón inundan la vida. Y la transforman.

El cristianismo está marcado por la alegría, por la felicidad, serena, honda, imbatible.

Sea Pablo VI nuestro maestro:



“El que ha comprendido que la primera consecuencia de la vida cristiana es personal, es interior a la persona misma, no puede celebrar la Pascua, como la Iglesia nos invita a hacerlo, solamente el día en que se conmemora la resurrección del Señor, sino también en el período que sigue a esta festividad; y así no puede dejar de advertir que esta consecuencia tiene su propia expresión psicológica dominante: la alegría.

            Antes de la alegría, como sabemos, está la gracia, y con la gracia, la paz. Pero ésta, de por sí, supera nuestra sensibilidad interior (cf. Flp 4,7), difundiendo en todo el ser humano un cierto bienestar inefable, un equilibrio, un vigor, una confianza, un “espíritu”, que da al alma un sentido nuevo de sí misma, de la vida y de las cosas.

            La alegría es, más que ninguno de los otros frutos espirituales derivados de la gracia y de la caridad, su efecto dominante (Gal 5,22), hasta el punto de que la alegría invade la liturgia pascual con su “alleluia” y con toda la oleada de regocijo que se difunde en el estilo típico de la actitud cristiana propia de este período. Más aún, celebrando el misterio pascual, nosotros descubrimos que la alegría invade toda la vida cristiana, más allá de cualquier límite del calendario; es su atmósfera, su nota característica. Recordad la exhortación del apóstol Pablo: “Alegraos siempre en el Señor; de nuevo os digo, alegraos” (Flp 4,4; 3,1).

            Un cristiano, no puede, en realidad, estar triste, no puede ser radicalmente pesimista.

            El cristiano no conoce la desesperación; no conoce la angustia, que parece constituir la meta de la psicología moderna tal como ésta se realiza, sea en una dolce vita o en una vida intensa y sufrida, pero sin ideales y sin fe.

            Se puede decir que la alegría, la auténtica alegría, la de la conciencia, la del corazón, es un tesoro propio del cristiano, propio de aquel que cree verdaderamente en Cristo resucitado, se adhiere a Él, vive de Él. Una alegría pura, que desgraciadamente no siempre encontramos en los que interpretan la exigencia del Evangelio –como está hoy con frecuencia de moda- cual una actitud crítica y áspera hacia la Iglesia de Dios, a la que ofrecen, en vez del saludo franco y gozoso de la fraternidad, el desahogo acerbo de algún reproche, a veces ofensivo y subversivo, donde en vano se busca el acento amigo de un común gozo pascual.


            El gozo pascual constituye el estilo de la espiritualidad cristiana; no se trata de despreocupación superficial; es sabiduría alimentada por las tres virtudes teologales; no es alegría exterior y ruidosa; es gozo que nace de profundos motivos interiores; ni mucho menos es abandono gozoso al fácil placer de pasiones instintivas e incontrolables, sino vigor de espíritu que sabe, que quiere, que ama; es la exultación de la vida nueva que invade, a un tiempo, el mundo y el alma (cf. Prefacio de Pentecostés).

            Pero aquí surge una objeción. ¿No es la cruz la señal del cristiano? ¿No es la tristeza de la penitencia tan normal y obligatoria como la alegría radiante de la novedad vital de la resurrección? Los cristianos, ¿estamos educados para una cierta alianza con el dolor: a honorarlo, a tolerarlo, a valorarlo, asimilándolo a la pasión del Señor (cf. Col 1,24)? Y además, todas las virtudes, las así llamadas pasivas, como la humildad, la paciencia, la obediencia, el perdón de las ofensas, el servicio a los hermanos, etc., ¿no graban en el rostro cristiano los estigmas de su auténtica fisonomía? ¿No es el sacrificio el punto culminante de la grandeza cristiana? ¿Dónde está la alegría? ¿Cómo poner de acuerdo estas dos expresiones opuestas de la vida cristiana, el sufrimiento y la alegría?



            La pregunta surge espontánea y la respuesta no es fácil. Busquémosla en primer lugar en el drama mismo del misterio pascual, esto es, de la redención, que realiza en Cristo la síntesis de la justicia y de la misericordia, de la expiación y el rescate, de la muerte y la vida. Dolor y alegría no son ya enemigos irreconciliables. La ley soberana del morir para vivir es la clave para comprender a Cristo sacerdote y víctima (cf. Jn 12,24-25), es decir, en su definición esencial de Salvador.

            Y busquemos también la respuesta al problema de la armonía entre alegría y dolor en la vida cristiana, en la aplicación sacramental de la salvación de Cristo, a nuestra existencia personal individual, en el bautismo y en la eucaristía especialmente. Busquemos la aludida respuesta en la sucesión de las diversas fases en las que se articula el designio de nuestra vida presente: el mensaje evangélico de las bienaventuranzas, que es la revelación de un vínculo entre un presente infeliz, pobre, mortificado, oprimido, y un futuro de felicidad, de victoria y de plenitud. Bienaventurados, en un mañana futuro (pregustado ya desde ahora), los que hoy son pobres, los que lloran, los que están oprimidos…, proclama Jesús. La clave de la solución es la esperanza, y en Cristo “la esperanza no quedará confundida” (Rm 5,5). Y dice también Jesús: “lloraréis… y el mundo se alegrará; … pero vuestra tristeza se volverá en gozo” (Jn 16,20).

            Más aún, si reflexionamos sobre ello, vemos que en la experiencia fiel de la vida cristiana estos dos momentos, el del sufrimiento y el de alegría, se pueden convivir simultáneamente, al menos en parte. San Pablo lo afirma en una frase lapidaria: “Reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones” (2Co 7,4). Alegría y dolor pueden convivir. Este es uno de los puntos más elevados, más interesantes y más complejos de la psicología del cristiano, como si él viviese, y vive en realidad, una doble vida, la propia: humana, terrena, sujeta a mil adversidades; y la de Cristo: que ha sido ya infundida en él inicialmente, pero realmente. “Y ya no vivo yo, dice también el Apóstol, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).

            ¡Cristo, recordémoslo, es la alegría!
            ¡Ojalá hagamos todos esta inefable experiencia!” 


(Pablo VI, Audiencia general, 19-abril-1972).

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