El
más pleno y perfecto acto reparador fue el de Cristo en su sacrificio pascual,
pues “muriendo destruyó nuestra muerte y, resucitando, restauró nuestra vida”[1]. La iniciativa de la
reconciliación viene de Dios que estaba en Cristo reconciliando al mundo
consigo[2].
“Cuando nosotros estábamos perdidos y éramos incapaces de volver a ti, nos amaste hasta el extremo. Tu Hijo, que es el único justo, se entregó a sí mismo en nuestras manos para ser clavado en la cruz”[3].
En el acto redentor de Cristo se
conjugan de modo perfecto la justicia y el amor, revelando así las entrañas de
misericordia del Corazón de nuestro Dios. La encíclica Dives in misericordia,
del papa Juan Pablo II, ofrece reflexiones muy sabrosas que iluminan el modo y
contenido de la reparación realizada por Jesucristo.
«Cristo, en cuanto
hombre que sufre realmente y de modo terrible en el Huerto de los Olivos y en
el Calvario, se dirige al Padre, a aquel Padre, cuyo amor ha predicado a los
hombres, cuya misericordia ha testimoniado con todas sus obras. Pero no le es
ahorrado -precisamente a él- el tremendo sufrimiento de la muerte en cruz: «a
quien no conoció el pecado, Dios le hizo pecado por nosotros», escribía san
Pablo, resumiendo en pocas palabras toda la profundidad del misterio de la cruz
y a la vez la dimensión divina de la realidad de la redención. Justamente esta
redención es la revelación última y definitiva de la santidad de Dios, que es
la plenitud absoluta de la perfección: plenitud de la justicia y del amor, ya
que la justicia se funda sobre el amor, mana de él y tiende hacia él. En la
pasión y muerte de Cristo -en el hecho de que el Padre no perdonó la vida a su
Hijo, sino que lo «hizo pecado por nosotros»- se expresa la justicia absoluta,
porque Cristo sufre la pasión y la cruz a causa de los pecados de la humanidad.
Esto es incluso una «sobreabundancia» de la justicia, ya que los pecados del
hombre son «compensados» por el sacrificio del Hombre-Dios. Sin embargo, tal
justicia, que es propiamente justicia «a medida» de Dios, nace toda ella del
amor: del amor del Padre y del Hijo, y fructifica toda ella en el amor. Precisamente
por esto la justicia divina, revelada en la cruz de Cristo, es «a medida» de
Dios, porque nace del amor y se completa en el amor, generando frutos de
salvación. La dimensión divina de la redención no se actúa solamente haciendo
justicia del pecado, sino restituyendo al amor su fuerza creadora en el
interior del hombre, gracias a la cual él tiene acceso de nuevo a la plenitud
de vida y de santidad, que viene de Dios. De este modo la redención comporta la
revelación de la misericordia en su plenitud» (Dives in
misericordia 7c).
Por el misterio pascual de
Cristo hemos obtenido la salvación, el perdón de los pecados. Ya no somos
enemigos de Dios[4],
sino que Él nos ha hecho suyos.
La obra pascual de Cristo nos la podemos “apropiar”, traerla hasta
nosotros y ser constantemente auxiliados, sanados, reconfortados, por la gracia
de la redención de Cristo. Los sacramentos de la Iglesia nos aplican, nos
hacen partícipes de esa gracia de la redención, de la perfecta obra reparadora
de Cristo. Nuestros pecados actuales, no son definitivos ni una barrera
insalvable. “Por pura gracia habéis sido
salvados” (Ef 2,5).
Los méritos de la redención de Cristo se nos dan
renovándonos en orden a la gracia por el Sacramento de la Penitencia donde somos
lavados en la Sangre
de Cristo, ya que Él nos rescató y a Él pertenecemos.
Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación (Catecismo, nº 1446).
Y la justificación es obra de Cristo redentor:
La justificación arranca al hombre del pecado que contradice al amor de Dios, y purifica su corazón. La justificación es prolongación de la iniciativa misericordiosa de Dios que otorga el perdón. Reconcilia al hombre con Dios, libera de la servidumbre del pecado y sana (Catecismo, 1990).
Magnífico, padre, ¡Magnífico!!
ResponderEliminarabrazos fraternos.