¿Cuántas veces no habremos oído, en la plegaria eucarística II, afirmar y rezar diciendo: "Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad"?
¿Tal vez apresuradamente, sin captar ni oír bien?
¿Tal vez sin pararnos a reflexionar en esa tremenda y gran afirmación?
Se afirma que Dios es santo y se afirma, igualmente, que la fuente de la santidad, de toda santidad, es Él. ¿No era el hombre bueno ya de por sí un santo? ¿No es la santidad un esfuerzo moral del católico comprometido? ¿No es la santidad la coronación de nuestros méritos porque ya somos buenos?
“Santo eres, fuente
de toda santidad”
-Comentario a la
plegaria eucarística – II-
“¡Santo es el Señor!” Su santidad
todo lo llena, la santidad es el adorno de su casa por días sin término (cf.
Sal 92), agraciando al hombre con sus bienes, invitándolo a entrar en el ámbito
de su santidad.
“¡Santo es el Señor!” Su gloria
llena la tierra y envuelve con ella a toda la liturgia, que es el lugar más
claro donde vemos la manifestación, la epifanía, de su santidad y su gloria.
La liturgia canta la santidad de
Dios, y al cantarla, invita al hombre a vivir santamente, santificándose,
consagrándose a Dios, permitiendo que la gracia de Dios lo eleve, transforme,
transfigure. La santidad de Dios se desborda en la liturgia.
A Dios se le llama santo en la liturgia,
el Tres veces Santo, Santísimo. Asimismo, a cada una de las Personas divinas
también se las califica de “santas”: “Padre santo, Dios todopoderoso y eterno”;
a Jesucristo, en el himno del “Gloria”, lo reconocemos como el solo Santo, el
que de verdad es Santo: “sólo Tú eres santo, sólo Tú, Señor; sólo Tú, altísimo
Jesucristo”. El Espíritu, que procede de ambos, recibe igualmente la
calificación de “santo”: “Espíritu Santo”, “tu santo Espíritu”.