“Cuantos invoquen el nombre del Señor se salvarán” (Hch 2,21).
Hay
también un aspecto místico en el nombre de “Jesús”. Es dulce su nombre e invita
a saborearlo en la contemplación, en la adoración, pero también en la
meditación y en la lectura. ¡Jesús! Es deleitarse en su nombre que se convierte
en lo más hermoso que poseemos; Él sí es sal que da sabor y sabiduría; Él sí es
calor en la frialdad del egoísmo mundano; Él sí es amable ante tanta
indiferencia. Todo se halla en Él.
¡Qué experiencia tan gozosa
y llena de sentido, de verdad, descubrir y gozar el nombre de Jesús! San Agustín
buscó a Dios incansablemente, pasando por todas las etapas de un espíritu
humano escéptico que al final se convierte en espíritu que piensa amando y
buscando. Leía filosofía, literatura, pero una vez que descubrió a Jesús como
su Salvador personal, nada le iba a llenar como Él. Leemos en sus Confesiones:
“Mas entonces –tú lo sabes bien, luz de mi corazón- como aún no conocía yo el consejo del Apóstol, lo que solamente me deleitaba en aquella exhortación era que me encendía en deseos no de esta o aquella determinada secta de filósofos, sino a que amase y buscase, consiguiese y abrazase fuertemente la sabiduría, tal cual ella era en sí misma. Sólo una cosa me enfriaba aquel ardor y deseo y era el de no encontrar allí el nombre de Jesucristo. Porque este nombre, por tu misericordia, Señor, este nombre de tu Hijo y Salvador mío, aún siendo yo niño de pecho, lo había bebido y mamado con la leche de mi madre y lo conservaba grabado profundamente en mi corazón; y todo cuanto estuviese escrito sin este nombre, por muy erudito, elegante y verídico que fuese, no me robaba enteramente el afecto” (Confesiones, III,4,8).
Idéntica experiencia vivió
el alma dulce y amable de San Bernardo, como lo describe él mismo, ya que sólo
Jesús podía llenar y deleitar su corazón: “Todo lo supera incomparablemente mi
Jesús con su figura y su belleza”[1],
por eso, deleitándose en Jesús, asiéndose fuertemente a este Nombre bendito,
confía y se abandona: “Yo acepto seguro al Hijo como mediador ante Dios, pues
lo reconozco válido también para mí. Nunca dudaré de él lo más mínimo: es
hermano mío y carne mía. Confío que no podrá despreciarme, siendo hueso de mis
huesos y carne de mi carne”[2].
Profundizar saboreando inteligentemente -con la mente y el corazón- el nombre
de Jesús, permite la verdadera libertad y liberación, se toca la salvación: “Me
fío totalmente de quien quiso, supo y pudo salvarme”.[3]
San
Bernardo comienza con los significados y
el contenido del Nombre de Jesús:
“Se lee en el Evangelio: Como lo había llamado el ángel antes de su concepción. Le llamaron, no le impusieron su nombre, porque lo tenía ya desde siempre. Por su misma naturaleza es Salvador; este nombre es algo connatural con él, no sugerido por hombre o ángel alguno.Pero, ¿qué diremos ante la predicción de uno de los grandes profetas que alude al Niño con muchos apelativos, y que parece haber omitido precisamente este nombre, predicho por el ángel y corroborado por el evangelista, el nombre con el que se le llama? Exultó Isaías al ver este día, ¡y cuánto se alegró al verlo! Se hacía lenguas alabando a Dios y diciendo: Un Niño nos ha nacido; lleva a hombros el principado y se va a llamar Admirable, Consejero, Dios, Fuerte, Padre del tiempo venidero, Príncipe de la paz. Nombres extraordinarios; pero ¿dónde está el nombre que sobrepasa todo nombre, el nombre de Jesús, ante el cual se dobla toda rodilla? Tal vez, lo encuentres en todos esos títulos, pero como en su substrato y diluido. A él se refiere la esposa en el canto de amor: Tu nombre es bálsamo diluido”[4].
Ante
todo, para San Bernardo, pronunciar y
repetir en la contemplación, despacio, el nombre de Jesús, es llenar de
suavidad y dulzura el alma, por eso es como un bálsamo que todo lo calma y
permite recuperar la paz.
“¡Bendito nombre que todo lo perfuma! ¿Hasta dónde llega su aroma? Desde el cielo hasta Judá, desde allí se propaga por toda la tierra, y la Iglesia proclama en todo el mundo: Tu nombre es como bálsamo fragante. Ese nombre es Cristo, es Jesús...¡Un nombre tan admirable y común! Muy común, sí, pero es salvador. Si no fuese tan común, no se derramaría sobre mí. Si no fuese tan salvador, no me salvaría a mí. Yo llevo ese nombre y soy heredero. Soy cristiano, soy hermano de Cristo. Si vivo lo que soy, soy heredero de Dios, coheredero con Cristo. ¿Os parece extraño que el nombre del Esposo sea tan fragante, si su misma persona es bálsamo? Se vacío de sí mismo tomando la condición de siervo. Él lo dice: Estoy como agua derramada (Sal 21,15). Se ha derramado la plenitud de la Divinidad, mientras habitaba corporalmente sobre la tierra y por él hemos recibido esa plenitud todos los que llevamos un cuerpo mortal, y podemos decir embriagados por su fragancia: Tu nombre es como bálsamo fragante. Ahí tenéis ya cuál es el nombre fragante, cómo y hasta dónde llega su fragancia.¿Y por qué es bálsamo? Aún no lo he dicho... Existe sin duda una semejanza entre el bálsamo y el nombre del Esposo; el Espíritu Santo no los comparó en vano. Si vosotros no tenéis otras razones más válidas, yo pienso que lo hizo porque el bálsamo reúne tres cualidades: luce, alimenta y unge. Aviva el fuego, robustece el cuerpo y alivia el dolor; es luz, manjar y medicina. Descubramos ahora estas tres cualidades en el nombre del Esposo: luce cuando es predicado, alimenta cuando se medita, unge y alivia cuando se invoca”[5].
No hay comentarios:
Publicar un comentario