Siempre partiendo del conocimiento interno de cómo ama Cristo, cómo nos ama Cristo, tal como aparece en el Evangelio, queremos aprender a amar de veras, con libertad, entrega y madurez, con amor de donación. Y para ello, vayamos reconociendo cualidades del verdadero amor y confrontándolas con lo que vivimos y hacemos en relación a los demás y a nosotros mismos.
1. Para amar,
aceptar y respetar al otro
Cada
persona es una realidad singular, un misterio, su alma es un abismo insondable,
creada por Dios.
Cuando
se ama de verdad, a la persona se la mira con máximo respeto, jamás la abarcaré
ni puedo pretenderlo. El amor verdadero une, pero no “fusiona”; cada persona es
un “yo” irrepetible.
¿Cómo
se aprende a amar?
·
Mirando con sumo respeto y admiración al otro: ¡es una persona, no un
objeto!
·
No usar jamás a la otra persona.
·
En tentaciones de castidad: mirar al otro con ojos de hermano (o al
revés, como si fuera mi hermana).
·
Acoger su intimidad y confianza sin forzarla ni descubrirla.
·
Y también... ir compartiendo el propio misterio personal, abrir el corazón,
con pudor, cuidado y prudencia, pero compartiendo, dándose, quitando las
corazas al corazón (por tanto, fuera soberbia de la propia imagen; fuera el
orgullo de mostrar las propias debilidades y carencias).
2. Para amar,
conocerse y aceptarse a sí mismo
Si
hay que amar al otro “como a uno mismo”, hay que saber amarse cristianamente a
uno mismo. Cuando uno no quiere bucear en su propia alma, conocerse y reconocer
sus propias limitaciones, heridas, fracasos, complejos, miedos... será incapaz
de amar. Quien vive fuera de sí mismo no puede ni sabe amar; quien no quiere o
niega su interior, no sabe amar; quien no quiere pararse a pensar, a
reflexionar sobre sí y aprender de sus errores, pecados y traiciones, no sabe
ni puede amar... aunque por fuera parezca agradable, atrayente, simpático,
centro de atención de los demás, encantador. Pero... ¡no sabe amar! En el
fondo, huye de sí mismo.
Para
amar, hay que amarse a sí mismo, cultivar cristianamente el propio “yo”. Al
hecho de ser “yo mismo” se llama autenticidad,
la verdad de uno mismo, pues
tan sólo desde esta verdad
uno es libre para amar: sin caretas, ni máscaras, ni corazas. Y eso cuesta, y
es difícil, como difícil es cambiar y entrar en la propia verdad, dejando la mentira
de la propia vida, en la que se ha estancado uno durante años.
Llegar
a la verdad del propio yo es un camino de interioridad cristiana (“conocerse
como Dios me conoce”, 1Co 13,12). Algunas de estas tareas serán:
·
Conocerse a sí mismo, confiar en uno mismo, ser sincero consigo mismo
(¡cuántos viven engañados de cómo son o de sus pretendidos valores o experiencias!);
·
Aceptar y amar la propia personalidad, aceptando los fallos para poder
cambiarlos y conocer los dones y talentos que Dios ha dado, sin narcisismo ni
soberbia, sino para multiplicarlos;
·
Dejarse acompañar, querer, corregir, orientar, iluminar, ayudar por
alguien que de verdad nos quiera y acepte, sin juzgarnos y de forma
incondicional;
·
Vivir en la oración un auténtico examen de conciencia, dejarse
interpelar por el Señor en el Sagrario; permitir que la Palabra de Dios nos
cuestione, nos corrija, nos ilumine.
No podemos ser -pensémoslo muy fríamente- adolescentes egocéntricos, que pasan los años, y no sabemos amar, y podemos causar daños morales en las otras personas.
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