Es
un rito litúrgico bello y, a la vez, expresión de fe y devoción sincera y
honda.
La piedad popular ha meditado
durante generaciones el quinto misterio glorioso del Rosario, contemplando “la
coronación de la Virgen María como Reina y Señora de todo lo creado”. La carta
apostólica de Juan Pablo II “Rosarium Virginis Mariae” nos introduce en su
meditación:
“A esta gloria [la vida de Cristo resucitado], que con la ascensión pone a Cristo a la derecha del Padre, sería elevada Ella misma con la asunción, anticipando así, por especialísimo privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección de la carne. Al fin, coronada de gloria –como aparece en el último misterio glorioso-, María resplandece como Reina de los ángeles y los santos, anticipación y culmen de la condición escatológica de la Iglesia” (n. 23).
Considerar la coronación de María al rezar diariamente el
Rosario, es elevar el corazón hacia las realidades últimas, felices y
definitivas. Ella, la primera, participa de la gloria de su Hijo en cuerpo y
alma.
La Iglesia, todavía peregrina descubre en Ella su vocación última, que no
es otra sino la de participar de la Pascua de Jesús.
Ya el Concilio Vaticano II
presentaba la figura de la Santísima Virgen tras cumplir su misión terrena:
“la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores y vencedor del pecado y de la muerte” (LG 59).
La Tradición viva de la Iglesia interpretó
siempre en este sentido dos versículos de la Sagrada Escritura. El Salmo 44
dice: “De pie, a tu derecha, está la reina, enjoyada con oro de Ofir” (v. 11),
salmo que se cantará en la liturgia de la Palabra de la coronación canónica.
Así mismo, el Apocalipsis presenta la imagen de una mujer, “vestida de sol, con
la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Ap
12,1), imagen que prefigura tanto a la Virgen como a la misma Iglesia. Estos
textos bíblicos se plasmaron en la iconografía y el arte y luego desembocó en
el rito litúrgico de coronar las imágenes de la Virgen María que gocen de una
devoción grande por parte de los fieles.
La corona expresa la participación
en la gloria de Cristo, nuestro único fin, ya que “para mí la vida es Cristo”
(Flp 1,21). Es signo de la santidad.
El Nuevo Testamento habla en diversas
ocasiones de la corona de la glorificación y de la santidad; es motivo de
esperanza para Pablo: “ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel Día
me entregará el Señor, Justo Juez; y no solamente a mí, sino también a todos
los que hayan esperado con amor su Venida” (2Tm 4,8); es “la corona de la vida”
que recibe quien persevera (Sant 1,12; Ap 2,10); es la “corona de gloria que no
se marchita” (1P 5,4), “corona incorruptible” (1Co 9,25) frente a la gloria y
los atractivos del mundo.
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