martes, 10 de mayo de 2022

De la prudencia, el buen consejo (II)



3. La segunda virtud derivada de la prudencia, es la de buen consejo, y esto bajo un doble aspecto, saber buscar un buen consejo o dejarse aconsejar, y también saber aconsejar a otros.

No es hombre prudente quien cree que lo sabe todo y no necesita de nadie, porque cometerá muchos errores al no poder contrastar con nadie y tener una visión muy reducida. 




El que es prudente adquiere esta virtud del buen consejo. Se asesora, pregunta, consulta, antes de tomar ninguna decisión para no actuar torpemente. El autosuficiente no consulta, es orgulloso y como tal, imprudente; el humilde y prudente, por buscar y obrar el bien, consulta, pregunta, cuestiona lo que él haya pensado para que el Señor, por medio de otra persona, arroje luz.

Al pedir consejo uno expone la situación que hay que resolver, se buscan los medios más oportunos, se ponderan las consecuencias, se mira el modo y la ocasión de realizarlo y se reza pidiendo fruto al Señor y encomendando el camino al Señor (cf. Sal 36).

 
Tal vez lo difícil, una vez vencido el resto de orgullo en el alma, sea acertar con la persona con la que consultar. Los libros sapienciales en la Escritura dan indicaciones muy valiosas, llenas de sensatez.  Se consulta con quien sea profundamente creyente y viva en unión con el Señor para que sus pensamientos sean según Cristo y no según el mundo. Hay que ser muy selectivo a la hora de consultar algo con alguien según lo que está escrito: “sean muchos tus amigos, pero confidente, uno entre mil” (Eclo 6,6)

Consultar debe hacerse con la máxima discreción, con personas muy contadas y que sean en extremo prudentes, y guarden en su corazón todo lo que oigan. Son los consejos del libro del Eclesiástico: “no le pidas consejo al insensato pues no podrá mantenerlo en silencio. No abras tu corazón a todo el mundo” (Eclo 8,17. 19a). Ahora bien, exhorta la Palabra: “pide consejo al sensato y no desprecies un consejo útil” (Tb 4,17).

En este terreno de buscar prudentemente el buen consejo está el recurso a la dirección espiritual, donde un sacerdote es instrumento de la Gracia de Cristo para acompañar, discernir y aconsejar, y, de ese modo, poder avanzar en el camino de la santificación desarrollando la propia vocación. En la dirección espiritual se consultan las cosas de importancia y las decisiones serias que hayan de irse tomando; así se garantiza la objetividad y la búsqueda de la Verdad con esta mediación y Compañía de la Iglesia.

En el mismo plano está el sacerdote en el sacramento de la Penitencia; excepcionalmente es este Sacramento se puede consultar alguna decisión o comportamiento o actitud; y la exhortación en el Sacramento viene dada –frecuentemente- en forma de consejo para alentar y erradicar el mal del corazón. Es importante recuperar la confianza en los sacerdotes, ministros de Cristo; por el Sacramento del Orden ellos tienen una peculiar gracia de estado para dirigir, exhortar, aconsejar; y son los sacerdotes en el Sacramento los que tienen el discernimiento como don del Espíritu Santo. Son los sacerdotes los que ejercen este discernimiento en el Sacramento de la Reconciliación, y en cierto modo, se les debe obediencia a los sacerdotes como pastores y maestros; además de buscar para ello sacerdotes que vayan teniendo el corazón pastoral de Cristo y santidad de vida para que la Gracia fluya abundante en aconsejar y discernir, como señala el Vaticano II en el decreto Presbiterorum ordinis.

4. La virtud del buen consejo es, además, la capacidad  del hombre prudente en saber aconsejar; lo primero, saber aconsejar y eso es distinto de mandar. Cuando nos piden un consejo lo ofrecemos pero es un error imponerlo y mandar sobre la otra persona. Quien viene a consultar algo busca ayuda, no hemos de romper su libertad ordenando lo que ha de hacer.

Si alguien nos pide consejo, internamente pidamos la luz del Espíritu Santo; luego escuchemos mucho, hablando poco, y situándonos en lo que la otra persona siente o sufre, pero sin perder objetividad. Después de mucho escuchar, hablar poco, lo necesario, con suavidad, intentando ver distintas soluciones, sus ventajas e inconvenientes y al fin dar un consejo oportuno.

La misma Palabra de Dios indica cómo hemos de aconsejar, apuntando sobre todo a la prudencia y a la discreción guardando aquello que nos consulten en el corazón, con la máxima reserva. Es, de nuevo, el libro del Eclesiástico el que habla: “no repitas nunca lo que se dice, y en nada sufrirás menoscabo. ¿Has oído algo? ¡Quede muerto en ti! ¡Ánimo, no reventarás!” (Eclo 19, 7.10). “Quien revela los secretos, pierde el crédito, no encontrará jamás amigo íntimo” (Eclo 27,16).

Cuando aconsejamos hemos de buscar el bien del otro y buscar la Verdad, pero sin aconsejar según nuestros propios intereses; puede que lo que aconsejemos a una persona sea una decisión que nos perjudique, pero antes está el bien de esa persona que el nuestro propio. Se ha de procurar ser muy frío y desinteresado, y no ser parcial ni tendencioso a la hora de aconsejar.

Si alguien nos pide consejo, habremos de actuar con total coherencia de vida manifestando nuestra fe, aconsejando desde la fe y en consonancia con la moral católica, sin seguir los pensamientos del mundo pues a veces guiamos a los demás “como piensa todo el mundo” o “porque todo el mundo lo hace” y no según los pensamientos de Cristo. Si quien nos pide un consejo no es creyente, hablemos de Jesucristo con absoluta normalidad y sirvamos a esa persona según Cristo, y esto es ya modo de dar testimonio y evangelizar.

5. Implorar al Señor la prudencia es suplicarle nos vaya concediendo y ayudando a conseguir el buen sentido práctico, la sensatez, y el bueno consejo, para buscarlo o para darlo según nos lo pidan.

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