viernes, 6 de mayo de 2022

"Amén" - y III (Respuestas - XXXVI)



7. Igualmente importante, solemne y rotundo, que el “Amén” que rubrica la gran plegaria eucarística, es el “Amén” que se pronuncia antes de comulgar. Es confesión de fe y reconocimiento adorante de que Jesucristo está en el Sacramento real y sustancialmente presente.

            Primero veamos el rito de la distribución de la sagrada comunión, las rúbricas, ya que, para participar mejor, hemos de saber cómo se hace bien, y luego el sentido de la respuesta.



            El fiel que se acerca a comulgar, realiza primero un signo de adoración inclinándose. La postura corporal, por tanto, ha de ser sumamente respetuosa: “Los fieles comulgan estando de rodillas o de pie, según lo haya determinado la Conferencia de Obispos. Cuando comulgan estando de pie, se recomienda que antes de recibir el Sacramento, hagan la debida reverencia, la cual debe ser determinada por las mismas normas” (IGMR 160).

            El rito de la distribución de la sagrada comunión se desarrolla de la siguiente manera: “Si la Comunión se recibe sólo bajo la especie de pan, el sacerdote, teniendo la Hostia un poco elevada, la muestra a cada uno, diciendo: El Cuerpo de Cristo. El que comulga responde: Amén, y recibe el Sacramento, en la boca, o donde haya sido concedido, en la mano, según su deseo. Quien comulga, inmediatamente recibe la sagrada Hostia, la consume íntegramente” (IGMR 161).


            Por tanto, hay cuatros momentos: 1) se muestra la especie de Pan, teniendo la Hostia un poco elevada; 2) Se le dice al comulgante: “El Cuerpo de Cristo”; 3) El fiel responde: “Amén”; 4) finalmente comulga.

            “El Cuerpo de Cristo – Amén”, “La Sangre de Cristo – Amén”, es decir: ¡así es, así lo creo, así lo confieso! Todo eso se contiene en la breve palabra “Amén” que obligatoriamente debe ser pronunciada por el fiel que va a comulgar, y que sea dicha claramente, no un susurro o un levísimo murmullo inaudible, para que el ministro que distribuye la Comunión pueda oírlo.

            Así, a la hora de la Comunión, se establece un verdadero diálogo de fe: “El Cuerpo de Cristo – Amén”, y junto a la inclinación antes de comulgar, este “Amén” es otro gesto más de adoración ante el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. ¡Sí, adoración!, ya que “en la Eucaristía no es que simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación sólo puede realizarse según la modalidad de la adoración” (Benedicto XVI, Disc. a la Curia romana, 22-diciembre-2005).

            8. Mucho y bien predicaron los Padres de este “Amén” del comulgante por la importancia que le daban.

            Algunos lo describen solamente, para que se sepa bien cómo es el rito y se haga bien y con adoración, o son alusiones al “Amén” en otro contexto:

            “Explique, pues, todas estas cosas el obispo a aquellos que comulgan; al partir el pan y distribuir cada una de las partes, diga: ‘Pan celestial en Cristo Jesús’. El que lo recibe responda: ‘Amén’” (Hipólito, Trad. Apost., c. 21).

            “¿Cómo puedes tolera que aquellas manos que habías extendido ante el Señor [al comulgar] se fatiguen aplaudiendo al histrión? ¿Y que de la boca con la que proferiste el “Amén” al Santo puedas vitorear al gladiador y decir ‘por los siglos de los siglos’ a algún otro que a Dios y a Cristo?” (Tertuliano, De spectaculis, 25).

            “Si no podemos ofrecer nuestros dones sin paz, ¡cuánto menos recibir el Cuerpo de Cristo! ¿Con qué conciencia responderé “Amén” a la Eucaristía si dudo de la caridad del que me la da?” (S. Jerónimo, Ep. 81).

            Pero, en general, son muchos los Padres que dan la explicación mistagógica, es decir, el sentido y la razón de ser del “Amén” pronunciado por el fiel antes de comulgar:

            “¿Qué es más, el maná del cielo o el cuerpo de Cristo? Claro es que el cuerpo de Cristo, que es el autor del cielo. Además el que comió el maná murió; pero el que comiere este cuerpo recibirá el perdón de sus pecados y no morirá eternamente. Luego no en vano dices tú: ‘Amén’, confesando ya en espíritu que recibes el cuerpo de Cristo. Pues cuanto tú has pedido, el sacerdote dice: ‘El cuerpo de Cristo’, y tú dices: ‘Amén’, esto es verdad. Lo que confiesa la lengua, sosténgalo el afecto” (S. Ambrosio, De Sacr. V,24-25).

            “El pontífice, pues, al dar [la oblación], dice: ‘El cuerpo de Cristo’, y te enseña con esta palabra a que no mires lo que aparece, sino que representes en tu corazón aquello que ha llegado a ser lo que había sido presentado, y que por la venida del Espíritu Santo es el cuerpo de Cristo. Así, conviene que te presentes con mucho temor y gran caridad, teniendo en cuenta la grandeza de lo que se te da; Él merece el temor a causa de la grandeza de su dignidad y el amor por la gracia. Por esto, en efecto, dices tú después de él: ‘Amén’. Con tu respuesta confirmas la palabra del pontífice y sellas la palabra del que da. Y se hace lo mismo para tomar el cáliz” (Teodoro de Mopsuestia, Hom. Cat. 16, n. 28).

            Clásica y muy conocida es la catequesis mistagógica de S. Cirilo de Jerusalén; con suma hermosura y delicadeza lo explica a los neófitos:

            “Al acercarte no vayas con las palmas de las manos extendidas, ni con de los dedos separados, sino haz con la mano izquierda un trono, puesto debajo de la derecha, como que está a punto de recibir al Rey; y recibe el cuerpo de Cristo en el hueco de la mano, diciendo “Amén”. Después de santificar tus ojos al sentir el contacto del cuerpo santo, recíbelo seguro con cuidado de no perder nada del mismo” (Cat. Mist. V, 21).

            Emplea S. Cirilo un lenguaje muy contundente para afirmar la presencia real ante la cual se va a responder el “Amén”:

            “No los tengas como pan y vino sin más; según la declaración del Señor son cuerpo y sangre de Cristo. Y aunque el sentido te sugiera eso, la fe debe darte la certeza. No juzgues del hecho por lo que te dicte el gusto, sino que, después de ser considerado digno del cuerpo y sangre de Cristo, estate plenamente convencido desde la fe, sin dudar” (Cat. Mist. IV, 6).

            El gran Agustín de Hipona, el mismísimo día de Pascua, dedica un sermón a la comunión eucarística y al “Amén”, y es que los Padres han predicado de la liturgia y sobre la liturgia para introducir a todos en el Misterio, como algo habitual en ellos, sin moralismos ni ideas vagas:

            “Lo que estáis viendo sobre el altar de Dios, lo visteis también la pasada noche [la Vigilia pascual]; pero aún no habéis escuchado qué es, qué significa ni el gran misterio que encierra. Lo que veis es pan y un cáliz; vuestros ojos así lo indican. Mas según vuestra fe, que necesita ser instruida, el pan es el cuerpo de Cristo, y el cáliz la sangre de Cristo. Esto dicho brevemente, lo que quizá sea suficiente a la fe; pero la fe exige ser documentada…
            En consecuencia, si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el “Amén”, y con vuestra respuesta lo rubricáis. Se te dice: “El Cuerpo de Cristo”, y respondes: “Amén”. Sé miembro del cuerpo de Cristo para que sea auténtico el “Amén”” (S. Agustín, Serm. 272).

            “Este pan es el cuerpo de Cristo, del que dice el Apóstol dirigiéndose a la Iglesia: Vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo. Lo que recibís, eso sois por la gracia que os ha redimido; cuando respondéis “Amén” lo rubricáis personalmente. Esto que veis es el sacramento de la unidad” (Serm. 229 A,1).

            9. Decimos “Amén” en muchísimos momentos de la liturgia. Y al cantarlo o pronunciarlo, realizando una confesión de fe, nos unimos a Jesucristo. ¿Por qué? Porque Jesucristo es el verdadero “Amén”, el Amén de Dios.

            “Él mismo es el ‘Amén’ (Ap 3,14). Es el ‘Amén’ definitivo del amor del Padre hacia nosotros; asume y completa nuestro ‘Amén’ al Padre: todas las promesas, hechas por Dios han tenido su ‘sí’ en él; y por eso decimos por él ‘Amén’ a la gloria de Dios (2Co 1,20)” (CAT 1065).


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