7. Igualmente importante, solemne
y rotundo, que el “Amén” que rubrica la gran plegaria eucarística, es el “Amén”
que se pronuncia antes de comulgar. Es confesión de fe y reconocimiento
adorante de que Jesucristo está en el Sacramento real y sustancialmente
presente.
Primero
veamos el rito de la distribución de la sagrada comunión, las rúbricas, ya que,
para participar mejor, hemos de saber cómo se hace bien, y luego el sentido de
la respuesta.
El
fiel que se acerca a comulgar, realiza primero un signo de adoración
inclinándose. La postura corporal, por tanto, ha de ser sumamente respetuosa: “Los
fieles comulgan estando de rodillas o de pie, según lo haya determinado la Conferencia de
Obispos. Cuando comulgan estando de pie, se recomienda que antes de recibir el
Sacramento, hagan la debida reverencia, la cual debe ser determinada por las
mismas normas” (IGMR 160).
El
rito de la distribución de la sagrada comunión se desarrolla de la siguiente
manera: “Si la Comunión
se recibe sólo bajo la especie de pan, el sacerdote, teniendo la Hostia un poco elevada, la
muestra a cada uno, diciendo: El Cuerpo de Cristo. El que comulga
responde: Amén, y recibe el Sacramento, en la boca, o donde haya sido
concedido, en la mano, según su deseo. Quien comulga, inmediatamente recibe la
sagrada Hostia, la consume íntegramente” (IGMR 161).
Por
tanto, hay cuatros momentos: 1) se muestra la especie de Pan, teniendo la Hostia un poco elevada; 2)
Se le dice al comulgante: “El Cuerpo de Cristo”; 3) El fiel responde: “Amén”;
4) finalmente comulga.
“El
Cuerpo de Cristo – Amén”, “La
Sangre de Cristo – Amén”, es decir: ¡así es, así lo creo, así
lo confieso! Todo eso se contiene en la breve palabra “Amén” que
obligatoriamente debe ser pronunciada por el fiel que va a comulgar, y que sea
dicha claramente, no un susurro o un levísimo murmullo inaudible, para que el
ministro que distribuye la
Comunión pueda oírlo.
Así,
a la hora de la Comunión,
se establece un verdadero diálogo de fe: “El Cuerpo de Cristo – Amén”, y junto
a la inclinación antes de comulgar, este “Amén” es otro gesto más de adoración
ante el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. ¡Sí, adoración!, ya que “en la Eucaristía no es que
simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero
la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo
de Dios. Esa unificación sólo puede realizarse según la modalidad de la
adoración” (Benedicto XVI, Disc. a la
Curia romana, 22-diciembre-2005).
8.
Mucho y bien predicaron los Padres de este “Amén” del comulgante por la
importancia que le daban.
Algunos
lo describen solamente, para que se sepa bien cómo es el rito y se haga bien y
con adoración, o son alusiones al “Amén” en otro contexto:
“Explique, pues, todas estas cosas
el obispo a aquellos que comulgan; al partir el pan y distribuir cada una de
las partes, diga: ‘Pan celestial en Cristo Jesús’. El que lo recibe responda:
‘Amén’” (Hipólito, Trad. Apost., c. 21).
“¿Cómo puedes tolera que aquellas
manos que habías extendido ante el Señor [al comulgar] se fatiguen aplaudiendo
al histrión? ¿Y que de la boca con la que proferiste el “Amén” al Santo puedas
vitorear al gladiador y decir ‘por los siglos de los siglos’ a algún otro que a
Dios y a Cristo?” (Tertuliano, De spectaculis, 25).
“Si no podemos ofrecer nuestros
dones sin paz, ¡cuánto menos recibir el Cuerpo de Cristo! ¿Con qué conciencia
responderé “Amén” a la
Eucaristía si dudo de la caridad del que me la da?” (S.
Jerónimo, Ep. 81).
Pero,
en general, son muchos los Padres que dan la explicación mistagógica, es decir,
el sentido y la razón de ser del “Amén” pronunciado por el fiel antes de
comulgar:
“¿Qué es más, el maná del cielo o el
cuerpo de Cristo? Claro es que el cuerpo de Cristo, que es el autor del cielo.
Además el que comió el maná murió; pero el que comiere este cuerpo recibirá el
perdón de sus pecados y no morirá eternamente. Luego no en vano dices tú:
‘Amén’, confesando ya en espíritu que recibes el cuerpo de Cristo. Pues cuanto
tú has pedido, el sacerdote dice: ‘El cuerpo de Cristo’, y tú dices: ‘Amén’,
esto es verdad. Lo que confiesa la lengua, sosténgalo el afecto” (S. Ambrosio,
De Sacr. V,24-25).
“El pontífice, pues, al dar [la
oblación], dice: ‘El cuerpo de Cristo’, y te enseña con esta palabra a que no
mires lo que aparece, sino que representes en tu corazón aquello que ha llegado
a ser lo que había sido presentado, y que por la venida del Espíritu Santo es
el cuerpo de Cristo. Así, conviene que te presentes con mucho temor y gran
caridad, teniendo en cuenta la grandeza de lo que se te da; Él merece el temor
a causa de la grandeza de su dignidad y el amor por la gracia. Por esto, en
efecto, dices tú después de él: ‘Amén’. Con tu respuesta confirmas la palabra
del pontífice y sellas la palabra del que da. Y se hace lo mismo para tomar el
cáliz” (Teodoro de Mopsuestia, Hom. Cat. 16, n. 28).
Clásica
y muy conocida es la catequesis mistagógica de S. Cirilo de Jerusalén; con suma
hermosura y delicadeza lo explica a los neófitos:
“Al acercarte no vayas con las
palmas de las manos extendidas, ni con de los dedos separados, sino haz con la
mano izquierda un trono, puesto debajo de la derecha, como que está a punto de
recibir al Rey; y recibe el cuerpo de Cristo en el hueco de la mano, diciendo
“Amén”. Después de santificar tus ojos al sentir el contacto del cuerpo santo,
recíbelo seguro con cuidado de no perder nada del mismo” (Cat. Mist. V, 21).
Emplea
S. Cirilo un lenguaje muy contundente para afirmar la presencia real ante la
cual se va a responder el “Amén”:
“No los tengas como pan y vino sin
más; según la declaración del Señor son cuerpo y sangre de Cristo. Y aunque el
sentido te sugiera eso, la fe debe darte la certeza. No juzgues del hecho por
lo que te dicte el gusto, sino que, después de ser considerado digno del cuerpo
y sangre de Cristo, estate plenamente convencido desde la fe, sin dudar” (Cat.
Mist. IV, 6).
El
gran Agustín de Hipona, el mismísimo día de Pascua, dedica un sermón a la
comunión eucarística y al “Amén”, y es que los Padres han predicado de la
liturgia y sobre la liturgia para introducir a todos en el Misterio, como algo
habitual en ellos, sin moralismos ni ideas vagas:
“Lo que estáis viendo sobre el altar
de Dios, lo visteis también la pasada noche [la Vigilia pascual]; pero aún
no habéis escuchado qué es, qué significa ni el gran misterio que encierra. Lo
que veis es pan y un cáliz; vuestros ojos así lo indican. Mas según vuestra fe,
que necesita ser instruida, el pan es el cuerpo de Cristo, y el cáliz la sangre
de Cristo. Esto dicho brevemente, lo que quizá sea suficiente a la fe; pero la
fe exige ser documentada…
En consecuencia, si vosotros sois el
cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que
sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois
respondéis con el “Amén”, y con vuestra respuesta lo rubricáis. Se te dice: “El
Cuerpo de Cristo”, y respondes: “Amén”. Sé miembro del cuerpo de Cristo para
que sea auténtico el “Amén”” (S. Agustín, Serm. 272).
“Este pan es el cuerpo de Cristo,
del que dice el Apóstol dirigiéndose a la Iglesia: Vosotros
sois el cuerpo y los miembros de Cristo. Lo que recibís, eso sois por la
gracia que os ha redimido; cuando respondéis “Amén” lo rubricáis personalmente.
Esto que veis es el sacramento de la unidad” (Serm. 229 A,1).
9.
Decimos “Amén” en muchísimos momentos de la liturgia. Y al cantarlo o
pronunciarlo, realizando una confesión de fe, nos unimos a Jesucristo. ¿Por
qué? Porque Jesucristo es el verdadero “Amén”, el Amén de Dios.
“Él mismo es el ‘Amén’ (Ap 3,14). Es
el ‘Amén’ definitivo del amor del Padre hacia nosotros; asume y completa
nuestro ‘Amén’ al Padre: todas las promesas, hechas por Dios han tenido su ‘sí’
en él; y por eso decimos por él ‘Amén’ a la gloria de Dios (2Co 1,20)” (CAT
1065).
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