El Misterio pascual del Señor es celebrado durante
cincuenta días. Su culmen, su cenit, la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente. La
glorificación del Hijo y su desaparición visible de la escena terrestre da paso
a la actuación universal e invisible, pero real y eficaz, del Espíritu Santo.
La Pascua del Señor conduce a
esta efusión magnífica que comunica la vida del Señor, santifica las almas,
congrega en la Iglesia
a todos los hombres y la impulsa a la tarea evangelizadora. Por tanto, un mismo
Misterio es celebrado durante los cincuenta días: la Pascua del Señor, su
glorificación, conduce a la efusión del Espíritu Santo.
Esa es su plenitud:
“para llevar a plenitud el misterio pascual”[1]
y para eso “has querido que celebráramos el misterio pascual durante cincuenta
días, renueva entre nosotros el prodigio de Pentecostés”[2],
“al llegar a su término en Pentecostés los cincuenta días de Pascua, llenó a
los apóstoles del Espíritu Santo”[3].
Con
esto se subraya la unidad intrínseca de todo el tiempo pascual que se cierra
con la fiesta de Pentecostés, despedida con doble “Aleluya”, el cirio pascual
se apaga y se retira al baptisterio y, al día siguiente, se retoma el tiempo
ordinario.
El devocionalismo podría centrar esta solemnidad de Pentecostés en
una fiesta dedicada a la
Tercera Persona de la Trinidad, y de hecho así ocurrió prolongando
Pentecostés con una Octava (a semejanza de la Octava de Navidad y de Pascua), o con el mismo
proceso por el que surgieron algunas fiestas en la liturgia de carácter más
devocional para inculcar “ideas doctrinales” más que acontecimientos
salvadores: Santísima Trinidad o Corpus Christi. Tiempo habrá, pasada la
cincuentena, de celebrar la Misa
votiva del Espíritu Santo durante el tiempo ordinario.
Pero, ahora, Pentecostés
no es una fiesta devocional centrada en la Persona divina del Espíritu, sino un
acontecimiento, un Misterio salvador: la plenitud de la Pascua se alcanza por la
venida del Espíritu en Pentecostés.
Todo
el tiempo pascual pone en evidencia la unidad del misterio de Jesucristo y del
Espíritu Santo a través de las lecturas bíblicas y de las oraciones, por lo que
podemos afirmar, en sentido amplio, que todo el tiempo de Pascua es siempre
tiempo del Espíritu Santo.
A
llegar ese día santo, corona y cima de la Pascua, pediremos humildemente y desearemos
ardientemente: “Acrecienta, Señor, nuestra fe y, con el fuego de tu Espíritu,
inflama nuestros corazones. Aleluya”[4].
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