Todo
debe atenerse a los principios que HOY –no los principios históricos o
costumbristas de siglos atrás- ordena la Iglesia, que es administradora y dispensadora de
los Misterios de la liturgia.
“El ornato de la iglesia ha de contribuir a su noble sencillez más que al esplendor
fastuoso. En la selección de los elementos ornamentales se ha de procurar la
verdad de las cosas, buscando que contribuya a la formación de los fieles y a
la dignidad de todo el lugar sagrado” (IGMR 292).
Esto
responde a lo emanado en el Concilio Vaticano II:
Para
que en la sagrada Liturgia el pueblo cristiano obtenga con mayor seguridad
gracias abundantes, la santa madre Iglesia desea proveer con solicitud a una reforma
general de la misma Liturgia. Porque la Liturgia consta de una
parte que es inmutable por ser la institución divina,
y de otras partes sujetas a cambio, que en el decurso del
tiempo pueden y aun deben variar, si es que en
ellas se han introducido elementos que no responden bien a la naturaleza íntima
de la misma Liturgia o han llegado a ser menos apropiados.
En
esta reforma, los textos y los ritos se han de ordenar de manera que expresen
con mayor claridad las cosas santas que significan y, en lo posible, el pueblo
cristiano pueda comprenderlas fácilmente y participar en ellas por medio de una
celebración plena, activa y comunitaria (SC 21).
Esta
noble sencillez, ¿no debe hacer que revisemos muchas costumbres, que no por
antiguas, son, hoy por hoy, legítimas según la enseñanza de la Iglesia? ¿No existe más
bien una tendencia a sobrecargarlo todo –de velas, paños, flores, y un largo
etc.- en vez de buscar una noble sencillez que nos lleve a Dios y a introducirnos
en el Misterio que se celebra? ¿Una costumbre –con buena intención porque es lo
que siempre hemos visto, de convertir nuestros presbiterios, a veces, en
escenarios donde “sacar a relucir toda la plata”? La noble sencillez debe ser el primer criterio.
a) El presbiterio
Tan
sólo leer lo que dice la IGMR,
¡qué ya es bastante!:
El presbiterio es el lugar
donde está el altar, se proclama la palabra de Dios y el sacerdote, el diácono
y los demás ministros ejercen su oficio. Se diferencia oportunamente con
respecto a la nave d ela iglesia, bien por una cierta elevación, bien por una
estructura y ornato peculiar. Sea de tal capacidad que pueda cómodamente desarrollarse y verse la celebración de la Eucaristía (IGMR
295).
Que se pueda celebrar cómodamente: que no
entorpezcan flores, ni candelabros, ni estandartes...
Verse: que no se tape al
lector, ni a los ministros, con ciriales, o con rejas altas, o se establezcan
separaciones –propias de otros siglos, otra mentalidad y otra teología- con
barandillas...
b) El altar y su ornato
El
altar es el centro hacia el que convergen las miradas y el corazón.
Siempre
con un mantel blanco, corporal, cruz y candeleros.
El
Misal desea que el altar sea fijo, y no
móvil, por un significado profundo que remite a Cristo, “la piedra
angular”. Un altar fijo se presta, muchas veces, a tomarlo como cualquier
objeto que se pone y se quita a capricho. ¡Pero Cristo es la Roca!, y el altar, como dice
el ritual de la Dedicación,
“es Cristo” (“Ara Christus est”, Ritual de la Dedicación, cap. IV, n.
4).
Otro
breve aspecto, el exorno floral de la Mesa santa: “el empleo de las
flores como adorno para el altar ha de ser siempre moderado y se colocarán, más
que sobre la mesa del altar, en torno a él” (IGMR 305).
Y nunca
ha de faltar los candeleros –signos
festivos- y la Cruz,
bien visible, hermosa, cuyo sitio propio es sobre el altar o cerca de él,
no haciendo simetría con el ambón, o junto a éste. La Cruz parroquial,
preferentemente, debe estar al lado de la Mesa del altar visibilizando que el Misterio de la Cruz y Resurrección se hacen
presentes ahora en el Sacramento:
Los candeleros que en cada
acción litúrgica se requieren como expresión de veneración o de celebración
festiva, colóquense en la forma más conveniente, o sobre el altar o alrededor
de él o cerca del mismo, teniendo en cuenta la estructura del altar y del
presbiterio, de modo que todo forme una armónica unidad y no impida a los fieles ver fácilmente lo que sobre el altar se hace o
se coloca (IGMR 307; por tanto, discreción, no mucha altura, sin entorpecer
ni el paso de los ministros... el altar debe estar lo más despejado posible
para que resalte sólo el Cuerpo y la
Sangre de Cristo).
También sobre el altar o
junto a él debe haber una cruz, con la imagen de Cristo crucificado, de modo
que resulte bien visible para el pueblo congregado (IGMR 308; hay que evitar
que sea pues muy pequeña o semiescondida entre multitud de candelabros; lo
mejor: la cruz parroquial cerca de la
Mesa santa).
Aquí
retornamos a lo más clásico de la liturgia tanto romana como oriental: un
lugar, no un simple atril, para la dignidad de la Palabra de Dios proclamada
en la asamblea litúrgica. Elemento que, con el paso de los siglos se perdió,
leyéndose en privado en el mismo altar, o con dos pequeños facistoles para
distinguir la Epístola
del Evangelio. Pero la Iglesia
retorna a su Tradición, quiere un ambón con unas características completas y
propias, sólo para la
Sagrada Escritura.
La dignidad de la Palabra de Dios exige que
en la iglesia haya un lugar adecuado para su proclamación, hacia el que,
durante la liturgia de la palabra se vuelva espontáneamente la atención de los
fieles. Conviene que en general este lugar sea un ambón estable, no un facistol
portátil. El ambón según la estructura de cada iglesia, debe estar colocado de
tal modo que permita al pueblo ver y oír bien a los ministros ordenados y a los
lectores (IGMR 309).
Desde el ambón únicamente se
proclaman las lecturas, el salmo responsorial y el pregón pascual; pueden
también hacerse desde él la homilía y las intenciones de la oración universal.
La dignidad del ambón exige que a él sólo suba el ministro de la palabra (IGMR
309)[1].
¿Qué hacer cuando hay que rezar el Rosario, o
recitar las preces de un triduo o novena, o dar avisos, o dirigir el canto? ¡En
otro sitio! Un pequeño atril, o coger el micrófono, pero saliéndose del ambón.
¿Y la homilía? Se puede
hacer desde el ambón, pero el sitio más apropiado es la sede, sitio que
simboliza a Cristo Maestro, reservando el ambón SÓLO para la Palabra de Dios.
d) La sede
La sede del sacerdote
celebrante debe significar su oficio de presidir la asamblea y dirigir la
oración. Por consiguiente, su puesto más apropiado será de cara al pueblo al
fondo del presbiterio, a no ser que la estructura del edificio o alguna otra
circunstancia lo impida...
En el presbiterio se colocan
las sillas para los sacerdotes concelebrantes...
El asiento del diácono se
sitúa cerca de la sede del celebrante. Los asientos para los otros ministros se
disponen de modo que se distingan de las sillas del clero y les permitan
cumplir con facilidad el oficio que se les ha confiado (IGMR 310).
La sede,
por tanto, es única. Los tres sillones iguales provienen de cuando el
sacerdote, diácono y subdiácono se sentaban durante el canto del Gloria y del
Credo (larguísimos, en la época de decadencia litúrgica). Hoy la sede es única,
digna, y las mismas sillas para las concelebrantes, sin distinguir los asientos
por títulos o dignidades.
En
la sede se presiden los ritos iniciales de la Misa, se realizan las acciones sacramentales
(Ordenaciones sacerdotales, profesión religiosa...) y es el lugar recomendado para hacer la homilía (IGMR 136), signo de
Cristo-Maestro que parte el Pan de la Palabra[2].
La sede
debe tener su pequeño realce: que cuando el sacerdote se siente se le vea
realmente; que sea digna, hermosa; a lo mejor una alfombra que realce este
sitio litúrgico... pero no cualquier sillón en un rincón desde donde no se
percibe con claridad que es el sacerdote el que preside in persona Christi
Capitis.
Así
situados, vemos que esto “pequeño” de la liturgia, cuando se conoce, ayuda a
vivir el Misterio de la
Eucaristía.
[1] “No es aconsejable que
suban al ambón otros como, por ejemplo, el comentador, el cantor o el que dirige
el canto” (OLM 33).
[2] “El sacerdote celebrante
pronuncia la homilía de pie o sentado, o también en el ambón” (OLM 26). “A su
término debe guardarse un oportuno silencio para que los fieles puedan meditar
lo que han escuchado. Respecto del lugar, éste puede ser la sede del celebrante
o el ambón, no el altar. Si se hace la homilía desde la sede se destacará el
carácter presidencial y jerárquico del ministerio de la predicación litúrgica,
del que la sede es signo...” (Comisión Episcopal de Liturgia, Partir el pan de la Palabra, nº 28).
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