sábado, 1 de junio de 2019

Lugares celebrativos, expresión de la liturgia misma



            Todo debe atenerse a los principios que HOY –no los principios históricos o costumbristas de siglos atrás- ordena la Iglesia, que es administradora y dispensadora de los Misterios de la liturgia.

            “El ornato de la iglesia ha de contribuir a su noble sencillez más que al esplendor fastuoso. En la selección de los elementos ornamentales se ha de procurar la verdad de las cosas, buscando que contribuya a la formación de los fieles y a la dignidad de todo el lugar sagrado” (IGMR 292).

            Esto responde a lo emanado en el Concilio Vaticano II:

Para que en la sagrada Liturgia el pueblo cristiano obtenga con mayor seguridad gracias abundantes, la santa madre Iglesia desea proveer con solicitud a una reforma general de la misma Liturgia. Porque la Liturgia consta de una parte que es inmutable por ser la institución divina, y de otras partes sujetas a cambio, que en el decurso del tiempo pueden y aun deben variar, si es que en ellas se han introducido elementos que no responden bien a la naturaleza íntima de la misma Liturgia o han llegado a ser menos apropiados.
En esta reforma, los textos y los ritos se han de ordenar de manera que expresen con mayor claridad las cosas santas que significan y, en lo posible, el pueblo cristiano pueda comprenderlas fácilmente y participar en ellas por medio de una celebración plena, activa y comunitaria (SC 21).


            Esta noble sencillez, ¿no debe hacer que revisemos muchas costumbres, que no por antiguas, son, hoy por hoy, legítimas según la enseñanza de la Iglesia? ¿No existe más bien una tendencia a sobrecargarlo todo –de velas, paños, flores, y un largo etc.- en vez de buscar una noble sencillez que nos lleve a Dios y a introducirnos en el Misterio que se celebra? ¿Una costumbre –con buena intención porque es lo que siempre hemos visto, de convertir nuestros presbiterios, a veces, en escenarios donde “sacar a relucir toda la plata”? La noble sencillez debe ser el primer criterio.



            a) El presbiterio

            Tan sólo leer lo que dice la IGMR, ¡qué ya es bastante!:


El presbiterio es el lugar donde está el altar, se proclama la palabra de Dios y el sacerdote, el diácono y los demás ministros ejercen su oficio. Se diferencia oportunamente con respecto a la nave d ela iglesia, bien por una cierta elevación, bien por una estructura y ornato peculiar. Sea de tal capacidad que pueda cómodamente desarrollarse y verse la celebración de la Eucaristía (IGMR 295).

Que se pueda celebrar cómodamente: que no entorpezcan flores, ni candelabros, ni estandartes...
Verse: que no se tape al lector, ni a los ministros, con ciriales, o con rejas altas, o se establezcan separaciones –propias de otros siglos, otra mentalidad y otra teología- con barandillas...


            b) El altar y su ornato

            El altar es el centro hacia el que convergen las miradas y el corazón.

            Siempre con un mantel blanco, corporal, cruz y candeleros.




            El Misal desea que el altar sea fijo, y no móvil, por un significado profundo que remite a Cristo, “la piedra angular”. Un altar fijo se presta, muchas veces, a tomarlo como cualquier objeto que se pone y se quita a capricho. ¡Pero Cristo es la Roca!, y el altar, como dice el ritual de la Dedicación, “es Cristo” (“Ara Christus est”, Ritual de la Dedicación, cap. IV, n. 4).

            Otro breve aspecto, el exorno floral de la Mesa santa: “el empleo de las flores como adorno para el altar ha de ser siempre moderado y se colocarán, más que sobre la mesa del altar, en torno a él” (IGMR 305).

            Y nunca ha de faltar los candeleros –signos festivos- y la Cruz, bien visible, hermosa, cuyo sitio propio es sobre el altar o cerca de él, no haciendo simetría con el ambón, o junto a éste. La Cruz parroquial, preferentemente, debe estar al lado de la Mesa del altar visibilizando que el Misterio de la Cruz y Resurrección se hacen presentes ahora en el Sacramento:

Los candeleros que en cada acción litúrgica se requieren como expresión de veneración o de celebración festiva, colóquense en la forma más conveniente, o sobre el altar o alrededor de él o cerca del mismo, teniendo en cuenta la estructura del altar y del presbiterio, de modo que todo forme una armónica unidad y no impida a los fieles ver fácilmente lo que sobre el altar se hace o se coloca (IGMR 307; por tanto, discreción, no mucha altura, sin entorpecer ni el paso de los ministros... el altar debe estar lo más despejado posible para que resalte sólo el Cuerpo y la Sangre de Cristo).

También sobre el altar o junto a él debe haber una cruz, con la imagen de Cristo crucificado, de modo que resulte bien visible para el pueblo congregado (IGMR 308; hay que evitar que sea pues muy pequeña o semiescondida entre multitud de candelabros; lo mejor: la cruz parroquial cerca de la Mesa santa).


            c) El ambón

            Aquí retornamos a lo más clásico de la liturgia tanto romana como oriental: un lugar, no un simple atril, para la dignidad de la Palabra de Dios proclamada en la asamblea litúrgica. Elemento que, con el paso de los siglos se perdió, leyéndose en privado en el mismo altar, o con dos pequeños facistoles para distinguir la Epístola del Evangelio. Pero la Iglesia retorna a su Tradición, quiere un ambón con unas características completas y propias, sólo para la Sagrada Escritura.

La dignidad de la Palabra de Dios exige que en la iglesia haya un lugar adecuado para su proclamación, hacia el que, durante la liturgia de la palabra se vuelva espontáneamente la atención de los fieles. Conviene que en general este lugar sea un ambón estable, no un facistol portátil. El ambón según la estructura de cada iglesia, debe estar colocado de tal modo que permita al pueblo ver y oír bien a los ministros ordenados y a los lectores (IGMR 309).

Desde el ambón únicamente se proclaman las lecturas, el salmo responsorial y el pregón pascual; pueden también hacerse desde él la homilía y las intenciones de la oración universal. La dignidad del ambón exige que a él sólo suba el ministro de la palabra (IGMR 309)[1].

¿Qué hacer cuando hay que rezar el Rosario, o recitar las preces de un triduo o novena, o dar avisos, o dirigir el canto? ¡En otro sitio! Un pequeño atril, o coger el micrófono, pero saliéndose del ambón.
¿Y la homilía? Se puede hacer desde el ambón, pero el sitio más apropiado es la sede, sitio que simboliza a Cristo Maestro, reservando el ambón SÓLO para la Palabra de Dios.


            d) La sede

La sede del sacerdote celebrante debe significar su oficio de presidir la asamblea y dirigir la oración. Por consiguiente, su puesto más apropiado será de cara al pueblo al fondo del presbiterio, a no ser que la estructura del edificio o alguna otra circunstancia lo impida...
En el presbiterio se colocan las sillas para los sacerdotes concelebrantes...
El asiento del diácono se sitúa cerca de la sede del celebrante. Los asientos para los otros ministros se disponen de modo que se distingan de las sillas del clero y les permitan cumplir con facilidad el oficio que se les ha confiado (IGMR 310).

            La sede, por tanto, es única. Los tres sillones iguales provienen de cuando el sacerdote, diácono y subdiácono se sentaban durante el canto del Gloria y del Credo (larguísimos, en la época de decadencia litúrgica). Hoy la sede es única, digna, y las mismas sillas para las concelebrantes, sin distinguir los asientos por títulos o dignidades.

            En la sede se presiden los ritos iniciales de la Misa, se realizan las acciones sacramentales (Ordenaciones sacerdotales, profesión religiosa...) y es el lugar recomendado para hacer la homilía (IGMR 136), signo de Cristo-Maestro que parte el Pan de la Palabra[2].

            La sede debe tener su pequeño realce: que cuando el sacerdote se siente se le vea realmente; que sea digna, hermosa; a lo mejor una alfombra que realce este sitio litúrgico... pero no cualquier sillón en un rincón desde donde no se percibe con claridad que es el sacerdote el que preside in persona Christi Capitis.

            Así situados, vemos que esto “pequeño” de la liturgia, cuando se conoce, ayuda a vivir el Misterio de la Eucaristía.



[1] “No es aconsejable que suban al ambón otros como, por ejemplo, el comentador, el cantor o el que dirige el canto” (OLM 33).
[2] “El sacerdote celebrante pronuncia la homilía de pie o sentado, o también en el ambón” (OLM 26). “A su término debe guardarse un oportuno silencio para que los fieles puedan meditar lo que han escuchado. Respecto del lugar, éste puede ser la sede del celebrante o el ambón, no el altar. Si se hace la homilía desde la sede se destacará el carácter presidencial y jerárquico del ministerio de la predicación litúrgica, del que la sede es signo...” (Comisión Episcopal de Liturgia, Partir el pan de la Palabra, nº 28).

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