"Éste
es el sentido del Evangelio de hoy. Es preciso que los ojos de nuestra alma
queden deslumbrados, avasallados por tanta luz y nuestra alma prorrumpa en la
exclamación de Pedro: ¡Qué hermoso es estar ante Ti, Señor y conocerte!
Cristo
se presenta a nosotros bajo un doble aspecto: uno, el ordinario, el del Evangelio;
es decir, el que sus contemporáneos
vieron, que es el de un hombre verdadero.
Pero aún mirando este aspecto humano, hay algo en Él, singular, único,
característico, dulce, misterioso, hasta el punto que –como refiere el Evangelio-
quienes vieron a Cristo tuvieron que confesar: no hay nadie como Él, nadie se
ha expresado como Él.
Es decir, aun hablando naturalmente –es el testimonio
prestado por quienes estudiaron Cristo tratando negar lo que Él es, el Hijo de
Dios hecho Hombre- todos tienen que admitir: es único, no hay nadie en la historia de nuestra Humanidad, que pueda
asemejarse a Él en candor, pureza, sabiduría, caridad, magnanimidad, heroísmo;
en poder de llegar a los corazones, en dominio sobre las cosas.
Los tres
apóstoles pudieron contemplar la visión, y notaron la trasparencia, en la
persona de Cristo hay otra vida –recordémoslo
con el catecismo- otra naturaleza, además de la humana, la naturaleza
divina.
Cristo es un Tabernáculo en movimiento;
es
el Hombre que lleva dentro de sí la grandeza del Cielo;
es el Hijo de Dios
hecho Hombre;
es el milagro que pasa por los senderos de nuestra tierra.
Cristo
es en verdad el Único, el Bueno, el Santo.
¡Si también nosotros lo pudiésemos
encontrar, si fuésemos tan privilegiados
como Pedro, Santiago y Juan!"
(PABLO VI, Homilía II domingo de Cuaresma,
14-marzo-1965).
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