En cuantas reuniones de todo
tipo, en cuántas revisiones de magníficos y estériles proyectos pastorales, en
cuántos debates de tertulianos con supuestos teólogos y teólogas se dice, con
sarcasmo, con indignada convicción: “¡Es que la Iglesia tiene que cambiar!
¡Tiene que adaptarse a los tiempos!” Los que así hablan, pontifican; miran con
desdén a la Iglesia
entera y se creen ellos más infalibles que el propio Papa si hablara ex
cathedra definiendo algo.
“¡Es
que la Iglesia
tiene que cambiar!”, y ellos, claro, han encontrado la fórmula mágica, el
camino ideal, la solución definitiva. Ellos saben qué es lo que la Iglesia tiene que hacer
porque la Iglesia
entera está equivocada y sólo éstos, audaces y contumaces, llevan razón. Son
los críticos inertes, mercaderes de ideas, publicistas de ventas, los que creen
que la Iglesia
es un producto humano que hay que vender y para ello hay que eliminar todo lo
que pueda parecer duro al comprador. Suprimirían hasta del Evangelio mismo
aquello que es “doctrina muy dura”, “lenguaje muy duro” (Jn 6,60): quitarían al
Crucificado y la cruz de los hombros del discípulo (cf. Lc 9,23); eliminarían
la mansedumbre de Cristo (cf. Mt 11,28) que no alentó la sublevación contra el
imperialismo romano y pagó el tributo (cf. Mt 17,24-27); corregirían a Cristo
cuando cerró el capítulo divorcista concedido por Moisés y proclamó la
indisolubilidad del matrimonio: “lo que Dios ha unido que no lo separe el
hombre” (Mt 19,6); y, como esas, “muchas otras cosas semejantes” (Mc 7,13). Es
que prefieren su propia construcción mental sobre Cristo que acercarse,
desnudamente, limpiamente, a Él y su Palabra.
Ellos,
que no pueden callar a Cristo, sino sólo reinterpretarlo diciendo que habló así
porque era su medio cultural, pero que hoy no diría esas, cosas, pretenden
transformar la Iglesia.
“Es que la Iglesia
tiene que cambiar”: esa afirmación y en esos labios es demoledora. ¿Qué
afirman, qué desean? ¿qué pretenden decir? Buscan ante todo una Iglesia que no
esté disconforme con el mundo sino que se adapte acríticamente al mundo
moderno. Por ello debe aceptar y acatar sin discutir presupuestos e ideas del
mundo post-moderno: la Verdad
no existe sino que cada cual tiene su verdad (la Iglesia debe aceptar el
relativismo y optar porque todas las religiones y opciones son igualmente
válidas y buenas); como el mundo moderno para regir su comunidad política y
social emplea la democracia (que se sueña como lo más elevado), la Iglesia debe dejar la
jerarquía querida por el Señor y ser democrática en todo (hasta la doctrina y
la moral se deciden por mayoría); como los derechos se crean al libre arbitrio
y la vida tiene valor sólo si es útil y rinde, no si es un estorbo o una carga,
la Iglesia
debe aceptar el aborto y la eutanasia con normalidad y no oponerse a ellos. Se
podría seguir. El escaparate da para más dislates e insensateces.
Todo
esto, y más todavía, está contenido en la frase “es que la Iglesia tiene que
cambiar”, que tantos pronuncian con tono resentido y desafiante. Sin embargo,
¿hallamos esta frase en los labios de los santos? ¿Pensaron los santos así? ¡Y
eso que muchos santos fueron grandes reformadores de la Iglesia misma! Pero ni sus
labios destilaban amargura hacia la
Iglesia, sino amor constructivo, ni sus reformas fueron
adaptaciones mundanas, sino lo contrario: eliminación de lo mundano que se
pudiera haber infiltrado, radicalidad en la vida cristiana y vuelta a los
orígenes.
Los
santos comenzaron, para amar a la
Iglesia, por cambiar ellos mismos: ¡se convirtieron!,
vivieron en perpetuo estado de conversión de sus personas. La Iglesia cambia cuando de
verdad sus hijos se convierten: eso es más lento y laborioso que la creación de
proyectos, comisiones, revisiones burocráticas y elección de nuevos organismos.
Los santos cambiaron la
Iglesia cambiando ellos, convirtiéndose, para ser más fieles
a Cristo, más radicales, más entregados. La línea es distinta, incluso va en
dirección contraria, a los que quieren cambiar la faz externa de la Iglesia y transformar toda
su doctrina; éstos buscan la innovación, el cambio según las modas del momento,
disolver lo inmutable de la
Iglesia entre elementos pasajeros: fue lo que se vivió en el
período postconciliar y que sigue aún vivo, el cambio por la adaptación, la
innovación en vez de reforma, conformarse con el mundo y sus postulados en vez
de configurarse con Cristo. El beato Pablo VI realizó llamadas de atención en
este sentido, apenas escuchadas:
“No todo cambio
vale como renovación. Por el contrario, la mentalidad moderna está inclinada a
creer que cambiar equivale a innovar; decimos en el sentido de renovar y
mejorar. Muchas de las insatisfacciones del hombre actual se expresan en este
sentido: para él cambiar significa
mejorar, liberar, progresar... Aquí nos limitamos al campo eclesial para anotar
la audacia y la superficialidad con que se lanzan por no pocos ideas de
innovaciones peligrosas y frecuentemente inadmisibles no sólo en las
estructuras secundarias de la
Iglesia, sino en las constitucionales; parten de una
concepción arbitraria de la
Iglesia del porvenir y prescinden con frecuencia de las
exigencias de su patrimonio doctrinal, con el fácil resultado de engendrar no
una renovación, sino un descrédito de la norma tradicional de la Iglesia, y de cohonestar
la hipótesis de un nuevo y arbitrario designio de Iglesia, que no sería ya la
derivada hasta nosotros desde Jesucristo. La Iglesia no podrá encontrar su renovación en
fórmulas particulares e ilusorias de transformismo filosófico o estructural,
sino en el fecundo y original descubrimiento interior y tradicional de sus
principios y de sus experimentos históricos de fidelidad y de santidad” (Pablo
VI, Audiencia general, 4-julio-1973).
Hoy
–decía también Pablo VI- “se levantan muchas voces en la Iglesia” y al hablar lo
hacen “en nombre de una
adaptación a los tiempos que es, por el contrario, conformismo con el espíritu
del mundo y con sus modas, que todo lo pone en discusión, que se expresa en
críticas duras hacia la
Iglesia y hacia todo lo que ella dice o manda a través de sus
órganos oficiales, hacia todo lo que hace o se propone hacer” (Alocuc. al clero
y seminaristas, Cerdeña, 24-abril-1970). Es necesario ahondar en esto de la
mano de Pablo VI. ¿Renovación es ponerlo todo en tela de juicio? ¿Es derribar y
arrasar para construir de cero, de nueva planta, el edificio eclesial? ¿No es
eso lo que pretendían y pretenden aún hoy?
“...Muchos se
sienten tentados a creer que sólo está vivo lo nuevo, lo moderno, lo que se
confunde con la experiencia del mundo contemporáneo. Y surge instintivamente la
tentación de rechazar lo que se hizo y se pensó ayer, de apartarse de la
teología y de la disciplina tradicional, de ponerlo todo en tela de juicio,
como si se tuviera que comenzar hoy a edificar la Iglesia, a rehacer sus
doctrinas partiendo no sólo de los datos de la revelación y de la tradición, sino
más bien de las realidades temporales en las que se desenvuelve la vida
contemporánea, para dar comienzo a nuevas formas de pensamiento, de espiritualidad,
de costumbres, con el pretexto de infundir en nuestro cristianismo una
autenticidad sólo ahora descubierta, y sólo comprensible para los hombres de
nuestro tiempo...” (Pablo VI, Audiencia general, 11-agosto-1965).
Más
aún:
“Tener una
mentalidad cristiana, pensar según la concepción que del mundo, de la vida, de
la sociedad, de los valores presentes y futuros nos viene de la palabra de
Dios. No es fácil pero hay que hacerlo. Esta reestructuración de nuestro modo
global de sentir, de conocer, de juzgar y, por tanto, de actuar, es el programa
permanente de cada fiel cristiano y de la Iglesia en general.
Se
trata de una autorreforma continua. Ecclesia semper reformanda. Vivir en el
mundo, hoy tan expresivo y difusivo, tan agresivo y tentador, tan hecho para el
conformismo incluso cuando practica la contestación, influye fuertemente sobre
nuestra personalidad; la norma corriente, especialmente en las nuevas
generaciones, de que es necesario ser “hombres de nuestro tiempo”, nos obliga a
todos a someternos a las filosofías, queremos decir, las opiniones comunes, y a
regular nuestra espiritualidad interior y nuestra conducta externa según las
coordenadas del siglo, es decir, del mundo que prescinde de Dios y de Cristo;
coordenadas que favorecen una gran carrera, esto es, una gran intensidad de
vida, pero que, si reflexionamos bien, nos privan de nuestra originalidad, de
nuestra auténtica y autónoma realidad. Somos conformistas. También la Iglesia sufre tentaciones de conformismo...
Renovarse
interiormente, ¡qué trabajo, qué esfuerzo! ¿Quién está dispuesto a modificar su
manera de pensar?, ¿purificar la celda interior de las propias fantasías, de
las propias ambiciones, de las propias pasiones? Y sin embargo, ¡cuántas veces
nos exhorta el Señor a esta renovación interior! (cf. Mt 15,18-20). Es el
Concilio el que invita a tan gran tarea de cada uno y a la Iglesia entera; y esto es
lo que ella, con la ayuda de Dios, está haciendo: renovación, pues, equivale a
purificación” (Pablo VI, Audiencia general, 8-noviembre-1972).
Avancemos.
Los santos
adoptan una postura bien distinta y, a la par, más exigente: renovarse ellos
mismos, convertirse ellos mismos. Ofrecen a la Iglesia sus vidas más
convertidas, más transparentes, más evangélicas y evangelizadas. Saben que si
cada hijo de la Iglesia
es más santo y fiel, la
Iglesia se transforma a mejor; si sus hijos son más santos,
la transformación será interior y lo de menos y aún innecesario, como estorbo,
son las acomodaciones mundanas, los cambios en la Iglesia para adaptarla con
el mundo en simbiosis perfecta e insípida.
Es más fácil y
luce más un discurso pretencioso sobre los cambios que la Iglesia tiene que asumir
“porque se ha quedado anticuada”, que empezar la lenta conversión del corazón
personal: “Por ello
nuestro afecto debe vibrar de prontitud y devoción. ¿Qué quieres que haga,
Señor, para ser verdaderamente fiel? La conversión de los santos es característica
comenzado por la de San Pablo: Dime, Señor, lo que debo hacer” (Pablo VI,
Alocución en el miércoles de Ceniza, 3-marzo-1965).
Optaron
por cambiarse a sí mismos en lugar de jugar a cambiar la Iglesia para modernizarla:
esa fue la luz que les inspiró el Espíritu Santo. ¿También los santos
reformadores? ¡También ellos!, porque buscaban no adaptación, sino fidelidad;
no acomodación acrítica, sino retorno a los orígenes fervientes, exigentes. Por
eso sólo los santos renuevan, no los ideólogos ni los críticos ni los espíritus
mundanos: “¡No hay auténtica reforma eclesial sin la renovación interior, sin
obediencia, sin cruz! ¡Sólo la santidad produce frutos de renovación!” (Pablo
VI, Homilía en la canonización de dos beatos, 25-mayo-1975).
De
ese modo, cualquier renovación verdadera, no crea cristianos más modernos y más
secularizados, sino una nueva remesa de santos: “Este florecimiento de santos
con temple renovador al comienzo de una etapa postconciliar, la de Trento, ¿no
resulta aleccionadora para nuestros tiempos de resurgimiento y creciente
desarrollo eclesial? Porque es claro que un determinado período de la Iglesia no puede
caracterizarse como época de reforma auténtica y fructuosa si no produce una
constelación de santos” (Pablo VI, Ibíd.).
“Es
que la Iglesia
tiene que cambiar”, claman, braman, rugen los modernos de hoy en reuniones,
revisiones, convivencias y asambleas varias; “tiene que modernizarse”, sueñan
adorando un ídolo: el del mundo postmoderno y secularizado al que ofrecen en
sacrificio incluso su fe católica y su filiación eclesial. ¡Qué poderoso es ese
ídolo incluso para los católicos! Pero los santos prefirieron humildemente,
movidos por el Espíritu, cambiarse a sí mismos: y la Iglesia brilló con luz más
diáfana.
Sobran
esos sabios del mundo (sean sacerdotes, religiosos o laicos, teólogos o
teólogas) y sus proclamas de cambio; se necesitan santos. “En nuestra época hay muchos sabios. Pero hay
pocos santos y éstos son los que el mundo necesita. No son las palabras, ni
estas o aquellas estructuras, ni las críticas acerbas las que capacitan a la Iglesia para salvar al
hombre, sino la sola y exclusiva santidad, esto es, la desnuda y perpetua
adhesión de la voluntad humana a la voluntad divina” (Pablo VI, Disc. a la Congregación general
de la Compañía
de Jesús, 12-octubre-1974).
¡Enhorabuena Padre! Magnífica entrada!!!!!!!!!
ResponderEliminarGracias, muchas gracias don Javier. Abrazos fraternos.
¡Estupendo! Así debe ser. cómo dice un lema de al-anon: que empiece por mi.
ResponderEliminarSanto Pentecostés, Padre Javier.