La
Iglesia prolonga la presencia de Cristo y de Él ha recibido
una misión: “id y enseñadles a guardar
todo lo que os he mandado” (Mt 28,20). El Espíritu Santo la irá llevando “a la verdad completa” (Jn 16,12),
actualizando la Palabra
de Cristo y desvelando sus insondables riquezas. La Iglesia recibe de su Señor
el “depositum fidei” (2Tm 1,14), lo
guarda con aprecio, lo entrega sin alterarlo, lo comunica sin deformarlo. La Iglesia, que es
apostólica, deviene de esta forma “cooperadora
de la verdad”.
El
catolicismo se distingue por tener la suerte de poseer el Magisterio de la Iglesia y la unidad de la
doctrina preservando así el depósito de la fe de la subjetividad y de las
opiniones personales, tal como hacen el protestantismo y muchos grupos
eclesiales que se tienen por modernos y progresistas.
El modernismo, hijo del
protestantismo liberal fue la corriente subterránea que afloró en el
postconcilio y que azotó la
Iglesia. Todo es mito, leyenda elaborada, no hay autoridad
alguna, triunfo del subjetivismo, libre interpretación, omitir lo que pueda ser
incómodo o difícil para la mentalidad actual, para terminar con el moralismo
del “compromiso” y el lenguaje vacío de la “solidaridad”, justificándose en un
hipotético “espíritu del Vaticano II” que sólo existe en su fantasía sin que jamás
hayan leído los documentos de este Concilio.
El Magisterio es lo
suficientemente prudente para no admitir en su seno corrientes que dinamiten la
fe y la Tradición
eclesial: y eso es el modernismo, ayer con el nombre de “disenso” y
“contestación” en la etapa postconciliar, y hoy con el disfraz de la
creatividad pastoral. Aquel modernismo de principios del siglo XX desencadenó,
entre otros fenómenos, la secularización interna de la Iglesia.
Nadie
se puede arrogar el derecho de interpretar libremente la fe. Nadie puede
erigirse por encima del Magisterio para exponer la doctrina a su capricho.
Ningún teólogo, ningún sacerdote ni catequista, ningún grupo o asociación o
comunidad puede, olvidando el Magisterio, presentar como fe católica sus
opiniones y gustos, discutiendo la enseñanza de la Iglesia, adaptándola a los
tiempos y a las modas; o realizar los ritos sagrados de la liturgia a su
capricho creativo o determinar qué es o qué no es pecado según las modas
éticas, llevando a la desorientación moral y espiritual de los fieles.
Una de las razones de ese modernismo doctrinal es el afán
pastoral de hacer atractiva la doctrina al precio que sea para no asustar ni
exigir a nadie. Benedicto XVI lo explica animando a exponer la verdad completa
sin temor:
“Tal vez los responsables del anuncio teman que las personas puedan alejarse si se habla demasiado claramente. Sin embargo, por lo general, la experiencia demuestra que sucede precisamente lo contrario. No os engañéis. Una enseñanza de la fe católica que se imparte de modo incompleto es una contradicción en sí misma y, a la larga, no puede ser fecunda. El anuncio del reino de Dios va siempre acompañado de la exigencia de conversión y del amor que anima, que conoce el camino y que ayuda a comprender que, con la gracia de Dios, es posible incluso lo que parece imposible... En medio de la incertidumbre de este tiempo y de esta sociedad, dad a los hombres la certeza de la fe íntegra de la Iglesia. La claridad y la belleza de la fe católica iluminan, también hoy, la vida de los hombres”[1].
El rostro del catolicismo hoy debe mostrar su esplendor
mediante la comunión en la doctrina de la Iglesia, la fidelidad al Magisterio de la Iglesia y la obediencia y
afecto filial al Papa. Entonces la
Iglesia aparecerá como Cuerpo místico de Cristo cohesionado
por la unidad de la fe, y no desgarrada por el disenso o el relativismo. Entra
en juego la ortodoxia: la verdad íntegra profesada y transmitida en la
predicación y la catequesis. Ésta debe recuperar su carácter de transmisión íntegra
de la fe de la Iglesia
más que de las experiencias subjetivas o su preocupación meramente didáctica.
Es necesario evitar una presentación superficial de la enseñanza católica; es
particularmente urgente “ofrecer a los católicos de todas las edades programas
completos de formación, que les ayuden a profundizar en su fe cristiana y así
los capaciten para ocupar su legítimo lugar tanto en la Iglesia como en la
sociedad”[2].
La catequesis, y especialmente relevante la formación de adultos, con fidelidad
a la ortodoxia, educará en la doctrina, en la liturgia, en la moral y en la
oración siguiendo el Catecismo de la Iglesia.
La cohesión y unidad en torno al Magisterio de la Iglesia es el secreto de
su fuerza e impacto: una misma fe fue predicada por todas partes del mundo, en
todas las etapas de la historia. Es la misma Iglesia la que vive y crece en
todas las naciones y un católico se siente igualmente miembro de la misma
Iglesia en cualquier nación donde esté porque es la misma fe y doctrina. Ese es
el rostro del catolicismo, su grandeza, su vitalidad.
La adhesión al Magisterio de la Iglesia y el conocimiento
serio y riguroso de la doctrina católica definen lo que pudiéramos llamar el
espíritu católico. A eso tenemos que aspirar, a eso hemos de tender mediante
una formación cristiana que nos capacite hoy para “dar razón de nuestra
esperanza”. Entonces, viviendo la comunión en la doctrina católica, brillará la
verdad y se rejuvenecerá el rostro del catolicismo hoy.
No hay comentarios:
Publicar un comentario