martes, 11 de junio de 2019

La belleza de la verdad (y II)



            La Iglesia prolonga la presencia de Cristo y de Él ha recibido una misión: “id y enseñadles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28,20). El Espíritu Santo la irá llevando “a la verdad completa” (Jn 16,12), actualizando la Palabra de Cristo y desvelando sus insondables riquezas. La Iglesia recibe de su Señor el “depositum fidei” (2Tm 1,14), lo guarda con aprecio, lo entrega sin alterarlo, lo comunica sin deformarlo. La Iglesia, que es apostólica, deviene de esta forma “cooperadora de la verdad”.


   
         El catolicismo se distingue por tener la suerte de poseer el Magisterio de la Iglesia y la unidad de la doctrina preservando así el depósito de la fe de la subjetividad y de las opiniones personales, tal como hacen el protestantismo y muchos grupos eclesiales que se tienen por modernos y progresistas. 

          El modernismo, hijo del protestantismo liberal fue la corriente subterránea que afloró en el postconcilio y que azotó la Iglesia. Todo es mito, leyenda elaborada, no hay autoridad alguna, triunfo del subjetivismo, libre interpretación, omitir lo que pueda ser incómodo o difícil para la mentalidad actual, para terminar con el moralismo del “compromiso” y el lenguaje vacío de la “solidaridad”, justificándose en un hipotético “espíritu del Vaticano II” que sólo existe en su fantasía sin que jamás hayan leído los documentos de este Concilio. 

             El Magisterio es lo suficientemente prudente para no admitir en su seno corrientes que dinamiten la fe y la Tradición eclesial: y eso es el modernismo, ayer con el nombre de “disenso” y “contestación” en la etapa postconciliar, y hoy con el disfraz de la creatividad pastoral. Aquel modernismo de principios del siglo XX desencadenó, entre otros fenómenos, la secularización interna de la Iglesia.


Nadie se puede arrogar el derecho de interpretar libremente la fe. Nadie puede erigirse por encima del Magisterio para exponer la doctrina a su capricho. Ningún teólogo, ningún sacerdote ni catequista, ningún grupo o asociación o comunidad puede, olvidando el Magisterio, presentar como fe católica sus opiniones y gustos, discutiendo la enseñanza de la Iglesia, adaptándola a los tiempos y a las modas; o realizar los ritos sagrados de la liturgia a su capricho creativo o determinar qué es o qué no es pecado según las modas éticas, llevando a la desorientación moral y espiritual de los fieles.

            Una de las razones de ese modernismo doctrinal es el afán pastoral de hacer atractiva la doctrina al precio que sea para no asustar ni exigir a nadie. Benedicto XVI lo explica animando a exponer la verdad completa sin temor: 


“Tal vez  los responsables del anuncio teman que las personas puedan alejarse si se habla demasiado claramente. Sin embargo, por lo general, la experiencia demuestra que sucede precisamente lo contrario. No os engañéis. Una enseñanza de la fe católica que se imparte de modo incompleto es una contradicción en sí misma y, a la larga, no puede ser fecunda. El anuncio del reino de Dios va siempre acompañado de la exigencia de conversión y del amor que anima, que conoce el camino y que ayuda a comprender que, con la gracia de Dios, es posible incluso lo que parece imposible... En medio de la incertidumbre de este tiempo y de esta sociedad, dad a los hombres la certeza de la fe íntegra de la Iglesia. La claridad y la belleza de la fe católica iluminan, también hoy, la vida de los hombres”[1].


            El rostro del catolicismo hoy debe mostrar su esplendor mediante la comunión en la doctrina de la Iglesia, la fidelidad al Magisterio de la Iglesia y la obediencia y afecto filial al Papa. Entonces la Iglesia aparecerá como Cuerpo místico de Cristo cohesionado por la unidad de la fe, y no desgarrada por el disenso o el relativismo. Entra en juego la ortodoxia: la verdad íntegra profesada y transmitida en la predicación y la catequesis. Ésta debe recuperar su carácter de transmisión íntegra de la fe de la Iglesia más que de las experiencias subjetivas o su preocupación meramente didáctica. Es necesario evitar una presentación superficial de la enseñanza católica; es particularmente urgente “ofrecer a los católicos de todas las edades programas completos de formación, que les ayuden a profundizar en su fe cristiana y así los capaciten para ocupar su legítimo lugar tanto en la Iglesia como en la sociedad”[2]

           La catequesis, y especialmente relevante la formación de adultos, con fidelidad a la ortodoxia, educará en la doctrina, en la liturgia, en la moral y en la oración siguiendo el Catecismo de la Iglesia.

            La cohesión y unidad en torno al Magisterio de la Iglesia es el secreto de su fuerza e impacto: una misma fe fue predicada por todas partes del mundo, en todas las etapas de la historia. Es la misma Iglesia la que vive y crece en todas las naciones y un católico se siente igualmente miembro de la misma Iglesia en cualquier nación donde esté porque es la misma fe y doctrina. Ese es el rostro del catolicismo, su grandeza, su vitalidad.

            La adhesión al Magisterio de la Iglesia y el conocimiento serio y riguroso de la doctrina católica definen lo que pudiéramos llamar el espíritu católico. A eso tenemos que aspirar, a eso hemos de tender mediante una formación cristiana que nos capacite hoy para “dar razón de nuestra esperanza”. Entonces, viviendo la comunión en la doctrina católica, brillará la verdad y se rejuvenecerá el rostro del catolicismo hoy.



[1] BENEDICTO XVI, Disc. a los obispos de Austria en visita ad limina, 5-noviembre-2005.
[2] BENEDICTO XVI, Disc. a los obispos de Ghana en visita ad limina, 24-abril-2006.

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