“Completar
en nuestra propia carne lo que le falta a la pasión de Cristo en favor de su
Cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24), es asociarse íntimamente al Corazón del Señor que se
entregó “como víctima de suave olor”
(Ef 5,2), como sacrificio de propiciación por nuestros pecados[1], por los pecados del
género humano y así, el misterio de la piedad[2] y del amor triunfó sobre
el misterio de la iniquidad, el misterio, el abismo del mal.
Con su muerte,
Cristo derrotó a la muerte. Y fue con su obediencia como nos devolvió los
bienes que por nuestra desobediencia habíamos perdido[3].
El pecado y la muerte han sido heridos de muerte, no pueden ya tener
un dominio pleno sobre el hombre, porque la gracia de Cristo y su Amor insondable
triunfan sobre toda resistencia, sobre toda inclinación pecaminosa del propio
corazón, sobre todo pecado. Cristo, por el misterio pascual de su pasión y
cruz, de su descenso a los infiernos, su gloriosa resurrección y su ascensión
al cielo, ha abierto el camino de acceso al Padre.
Su amor y obediencia al
Padre, hasta tomar la forma kenótica de siervo, han hecho posible la obra
maravillosa de la redención y si “de forma admirable nos creaste, de forma más
admirablemente aún nos redimiste”[4]. El misterio pascual de
Cristo señala el camino del Amor y de la gracia como restauración de la
dignidad humana, adquisición de la dignidad de ser hijos de Dios, la apertura
de las puertas de la misericordia cerradas por el pecado de Adán.
La obra redentora de Cristo es una
perfecta inmolación, un sacrificio cuyo contenido es obediencia y amor, al
tomar en su carne la recapitulación de todos los pecados de la humanidad y
destruirlos por su muerte oblativa en la cruz. En efecto, Él “se hizo pecado” (2Co 5,21) tomando sobre
sí el pecado de los demás[5], mas no pecador, porque
fue el Cordero, sin defecto ni mancha prefigurado en el Éxodo[6], ofrecido como inmolación,
por cuya sangre somos rescatados[7]. “En su sufrimiento los
pecados son borrados precisamente porque Él únicamente, como Hijo unigénito,
pudo cargarlos sobre sí, asumirlos con
aquel amor hacia el Padre que supera el mal de todo pecado; en un cierto
sentido aniquila este mal en el ámbito espiritual de las relaciones entre Dios
y la humanidad y llena este espacio con el bien”[8].
Él fue el Mediador, puesto que en Él
se hizo posible la unión y la reconciliación entre Dios y el hombre pecador, al
unir –sin confusión, sin división, sin mezcla, sin separación- la naturaleza
humana y la naturaleza divina en su Persona divina. Él, por la unión
hipostática de las dos naturalezas, comienza a ser nuestra paz y nuestra
reconciliación[9],
reparando así la ruptura que la soberbia de Adán había causado. El nuevo Adán,
Cristo, es el Humilde que obedece y recupera aquello que, por desobediencia y
soberbia, el género humano había despreciado. El contenido de la reparación
realizada por Cristo es el amor y la obediencia que conducen al sacrificio y a
la expiación[10].
El «amor hasta el extremo» (Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida. «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos (Catecismo, nº 616).
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