Revisemos nuestro corazón siempre, en
lo que respecta a nuestra confianza y nuestro trato personal con el Señor. Si
la oración es expresión de nuestra esperanza, y porque tenemos esperanza
podemos pedir, y el Señor escucha nuestra oración, es porque nos reconocemos
pequeños; porque delante de Dios, sabiendo cómo es nuestro corazón, nos ponemos
como discípulos y mendigamos el Espíritu Santo. ¿Y qué padre nos va a negar
esto? ¡Con lo bueno que es el Señor!
Por
el contrario, hay un caballo de batalla constante en la vida que es el orgullo.
El pecado de orgullo no permite a la persona el rebajarse, ni ante Dios ni
mucho menos ante los demás.
El orgullo es creer que no se necesita ni de Dios
ni de nadie más; que uno se basta a sí mismo; por tanto, el que vive en esa
clave de orgullo, ¿para qué se va a acercar al Señor si no necesita de Dios, si
no admite más presencia que la suya propia?
El orgullo hace que sea muy difícil
el rebajarse, y que cueste reconocer interiormente los propios pecados, porque
de palabra sí lo decimos: “Ay, que me he equivocado”, pero ¡sí!, que lo diga
otro, veremos cómo salta el orgullo de nuestra alma: eso ya es otra cuestión.
El orgullo no admite a nadie; dice que para qué ir a consultar, para qué
preguntar, para qué... si uno se basta a sí mismo.
Sólo quien vence el orgullo,
sólo quien reconoce la miseria del
propio corazón, y lo caduco que somos, ése se puede acercar a la presencia de
Dios, y entonces, sí, “pedid y se os
dará, buscad y hallaréis” en el corazón de Dios, “llamad y se os abrirá” la puerta de la misericordia
La vida es un combate espiritual, es un carrera en el estadio, donde “todos los corredores
avanzan hacia la meta”, peguemos un estirón en nuestra carrera; peguémosle
un buen golpe a nuestro orgullo a ver si lo vamos matando poco a poco, pero a
ver si conseguimos que se venga un poquito a menos. Confiemos, confiemos en el
Señor. Pongámonos en su presencia, pidámosle, que por nosotros mismos no
podemos hacer nada, pero con el Señor lo podemos todo.
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