martes, 14 de mayo de 2019

La belleza de la verdad (I)



            A los oídos de nuestros contemporáneos, muchos de ellos también católicos, no les suena bien las palabras “verdad”, “dogma”, “magisterio”, “doctrina”. Son hijos de su época, y muy marcados por las corrientes de moda que crean una forma de pensamiento, se sienten incómodos en el interior de la Iglesia que se define como depositaria de la verdad, como “columna y fundamento de la verdad” (1Tm 3,15).



            Muy alarmados, se preguntan y cuestionan: ¿Qué Verdad? Como Pilato, escéptico, dicen: ¿y qué es la verdad? ¿Existe? ¿Se puede conocer? 

           El pensamiento dominante se llama relativismo e influye hoy en todos los ámbitos. Se afirma que no existe la verdad o que si existe no se puede llegar a conocerla. En su lugar la verdad se ha sustituido por verdades parciales, por opiniones que son modos de ver de cada cual. Si no existe la verdad, todo es opinable, cada cual puede pensar lo que quiera y sería verdadero. La verdad ha sido sustituida por opiniones. Todo da igual, es relativo. La verdad ya no se descubre por la fuerza de la misma verdad que persuade y seduce y se ajusta a las exigencias profundas del corazón. 

          La verdad responde a estas exigencias del corazón y el hombre es capaz de conocerla por la estructura de su razón, creada por Dios.



            “Nuestra fe se opone decididamente a la resignación que considera al hombre incapaz de la verdad, como si ésta fuera demasiado grande para él. Estoy convencido de que esta resignación ante la verdad es el núcleo de la crisis de Occidente, de Europa. Si para el hombre no existe una verdad, en el fondo no puede ni siquiera distinguir entre el bien y el mal. Entonces los grandes y maravillosos conocimientos de la ciencia se hacen ambiguos: pueden abrir perspectivas importantes para el bien, para la salvación del hombre, pero también, como vemos, pueden convertirse en una terrible amenaza, en la destrucción del hombre y del mundo.

            Necesitamos la verdad. Pero ciertamente, a causa de nuestra historia, tenemos miedo de que la fe en la verdad conlleve intolerancia. Si nos asalta este miedo, que tiene sus buenas razones históricas, debemos contemplar a Jesús... La verdad no se afirma mediante un poder externo, sino que es humilde y sólo se da al hombre por su fuerza interior: por el hecho de ser verdadera. La verdad se demuestra a sí misma en el amor. No es nunca propiedad nuestra, un producto nuestro, del mismo modo que el amor no se puede producir, sino que sólo se puede recibir y transmitir como don. Necesitamos esta fuerza interior de la verdad. Como cristianos, nos fiamos de esta fuerza de la verdad. Somos testigos de ella. Tenemos que transmitir este don de la misma manera que lo hemos recibido, tal como nos ha sido entregado”[1].


Ya no hay certezas, sino dudas, puntos de vista, amparado todo por un concepto de “tolerancia”, de “pluralismo”, de respeto a “lo políticamente correcto”, mirando con desprecio el concepto de verdad y llamando “fundamentalistas” a quienes desmonten la falacia del relativismo; recubierto todo con el manto del buenismo, de que lo único importante es “ser buenas personas” y dedicarse la vida a “dialogar”, no buscando la verdad, sino intercambiando opiniones. Sencillamente, un diálogo muerto, viciado de raíz, que no conduce a nada. Lo más a lo que se llega, es al “consenso”, a definir los mínimos para poder entendernos.


            “En algunos ambientes, hablar de la verdad se considera como una fuente de discusiones o de divisiones y, por tanto, es mejor relegar este tema al ámbito privado. En lugar de la verdad –o mejor de su ausencia- se ha difundido la idea de que, dando un valor indiscriminado a todo, se asegura la libertad y se libera la conciencia. A esto llamamos relativismo”[2].


            La crisis cultural que padecemos es una crisis de la verdad. Esta crisis de la verdad, o mejor, este auge del relativismo ha entrado en el seno mismo de la Iglesia y ha inficionado a distintos grupos y personas que pasan por progresistas, por avanzados e incluso modernos, pero que han arrasado el patrimonio de la fe instalando las dudas, generando confusión y volviéndolo todo opinable, al vaivén de gustos y modas. Estos modernos progresistas han creado una fractura en la Iglesia y en su enseñanza, han provocado la disidencia y la heterodoxia, han fomentado la desobediencia y la contestación a la Iglesia.

            Oigamos a Cristo; con claridad afirma: “Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14,6), y también: “todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15); de Él se afirma: “la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Jn 1,17).



[1] BENEDICTO XVI, Hom. en el santuario de Mariazell, Austria, 8-septiembre-2007.
[2] BENEDICTO XVI, Discurso en el Seminario de San José, Nueva York, EE.UU., 19-abril-2008.

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