A
menudo y con frecuencia, decir “espiritual” es entendido de manera deficiente,
como si fuera un buenismo angelical, con una oración piadosísima y encerrado en
sí mismo, sin pisar tierra nunca, con falta de un sentido adecuado de la
realidad y, casi, incapacidad pastoral o evangelizadora o apostólica. Más aún
ocurre esto con el concepto “vida mística” o “místico”.
Si
se califica a alguien así, inmediatamente es sospechoso, se le mira de forma
extraña y se da por hecho que vive fuera de la realidad y de lo cotidiano.
¿Acaso ser espiritual puede llegar a ser sospechoso? ¿Tal vez la vida mística
deja a los hombres embobados y los vuelve ineficaces para obrar, amar, servir?
Un
santo, con su vida, echa por tierra esas prevenciones a lo espiritual y a la
vida mística; la consideración del fenómeno de la santidad, plasmado en tantos
hijos de la Iglesia,
conduce a una comprensión certera y ajustada de lo que es ser espiritual y de
lo que es la mística cristiana.
La Tradición acuñó un
término muy expresivo para los hombres santos: “pneumatóforos”, es decir,
“portadores del Espíritu”. La espiritualidad entonces será estar llenos del
Espíritu Santo y poderlo irradiar y comunicar; la vida espiritual, sensu stricto, es dejarse conducir por
el Espíritu Santo, con sus dones y sus frutos, con docilidad y amor. La vida
espiritual es sintonía y comunión con el Espíritu Santo. ¡Eso sí es ser
espiritual!, porque adquiere una sintonía constante e interior, una
connaturalidad con la acción y las mociones del Espíritu.
Esto
halla su origen en el bautismo y en el santo Sello del Crisma, en la confirmación.
En el cristiano se va desarrollando esta vida del Espíritu Santo, y el santo es
quien ha vivido el más pleno desarrollo de la acción del Espíritu. Es el
cristiano “perfecto”. Ha sido obediente y dócil, se ha dejado guiar y llevar
por el Espíritu Santo y no por su capricho o impulsividad; ha desarrollado todo
lo contenido –y dado- en los sacramentos de la Iniciación con los que
fue consagrado a Dios.
Así
pues, ¿qué es ser espiritual? –Es vivir del Espíritu Santo.
“¿Qué quiere decir “vivir en el
Espíritu”?
Aquí
se abre la teología de la vida cristiana, la cual no puede concebirse fuera del
plan de la salvación, instaurado por Cristo. Nuestra vida no es un fenómeno
aislado, ni un acontecimiento que es fin en sí mismo. Es una existencia llamada
a un destino extraordinario, que la trasciende y la envuelve al mismo tiempo,
al que podemos y debemos adherirnos mediante un acto fundamental, que se llama
fe. La fe nos introduce en el círculo de una vital comunicación divina, que se
llama gracia; y la gracia es la acción del Espíritu Santo en nosotros; es una
participación en la vida divina (cf. LAGRANGE, Eptre aux Galates, p. 147). Todo
esto supone un magisterio y un ministerio. La Iglesia nos lo ofrece y
nos hace posible “vivir del Espíritu”. Éste
es el auténtico principio de la vida cristiana...
Para un cristiano, sobre el
castillo de las verdades racionales, debe brillar la luz de la fe; digamos
aquí: el Espíritu” (Pablo VI, Audiencia general, 16-junio-1971).
Por
la docilidad al Espíritu Santo, los santos fueron dando muerte a su hombre
viejo y creciendo en el Hombre nuevo; despreciaron y pisotearon las obras de la
carne y crecieron los frutos del Espíritu; su oración fue más interior y
sencilla, sintiendo el gemido interior del Espíritu y su intercesión; los siete
dones del Espíritu desarrollaron y perfeccionaron su alma; oyendo la voz del
Espíritu, se desvivieron por Jesús y realizaron la voluntad concreta de Dios en
sus vidas.
Ser
espirituales es llegar al punto supremo adonde conduce el Espíritu Santo: una
completa transparencia, una transfiguración absoluta, la edificación del Hombre
nuevo a imagen de Cristo Jesús:
“Es una relación
todavía secreta no es evidente, no entra en el campo de la experiencia
sensible, si bien la conciencia educada adquiere una cierta sensibilidad
espiritual; advierte en sí los “frutos del espíritu”, de los que San Pablo hace
un largo elenco: “La caridad, el gozo, la paz” (estos especialmente: una
alegría interior, en primer lugar, y, después la paz, la tranquilidad de la conciencia),
y después, la paciencia, la bondad, la longanimidad, la mansedumbre, la fidelidad, la modestia, el dominio
de sí, la castidad (Gal 5,22); parece que el apóstol entreviera el perfil de un
santo. Ésta es la gracia; ésta es la transfiguración del hombre que vive en
Cristo” (Pablo VI, Audiencia general, 14-agosto-1968).
Así
transformados, un santo refleja al Espíritu, es una manifestación del Espíritu
Santo, de su multiforme gracia y sabiduría, un signo espiritual ante lo mundano
y carnal, una llamada viva en la
Iglesia para que todos busquen la gloria de Dios como único
deseo: su propia existencia es esa llamada interpeladota, sin necesidad de
discursos programáticos ni proyectos escritos ni proclamas.
La
vida mística en el santo se desarrolla en plenitud. El Espíritu Santo es quien
la desarrolla, profundiza y le da interioridad, ya que la vida mística es una
unión con Dios cada vez más densa y palpable, una oración más llena de amor,
silencio y presencia, y una constante presencia de Dios. No son necesarios
fenómenos místicos, que por su naturaleza son extraordinarios; la vida mística
crece cuando se va viviendo en constante presencia de Dios y en conversación de
amistad con Jesucristo.
“Existe en el
espíritu humano una aspiración profunda, una nostalgia mística, cierta
predisposición a entender algo más de Dios, una esperanza secreta de alcanzarlo
en cierto modo con la intuición de que cualquier gota de esta posesión
cognoscitiva del Dios vivo lo llenaría de gozo inefable (Sto. Tomás, Suma V, in
fine). Los místicos son nuestros maestros en esta nostalgia del alma humana...
Y todos los hombres puros de corazón son místicos en cierto sentido porque,
como proclamó Cristo, son candidatos “para ver a Dios” (Mt 5,8)” (Pablo VI,
Audiencia general, 22-diciembre-1971).
Los
santos ven cumplidas en sus vidas las exhortaciones paulinas: “caminad en el
Espíritu” (Gal 5,16), “vivir por el Espíritu” (Gal 5,25), “no extingáis el
Espíritu” (1Ts 5,19), “los que se dejan llevar por el espíritu de Dios, ésos
son hijos de Dios” (Rm 8,17).
Son
los verdaderos espirituales para la
Iglesia hoy y contrastan, y mucho, con el católico
secularizado, con el activista, con el tibio, con quien pone su acción, su
programa y sus proyectos pastorales o apostólicos por encima del Espíritu de
Dios, cerrándose a Él o impidiéndole soplar donde quiera.
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