No se puede comprender las realidades
que nos sobrepasan por medio de nuestra razón; el Misterio envuelve nuestra
vida: el Misterio de Dios, el misterio de la perpetua virginidad de María, el
misterio de la Iglesia. Son realidades sobrenaturales a las que sólo tenemos
acceso por la fe. El Misterio de la Iglesia rebasa nuestra capacidad racional y
sólo podemos entenderla desde la fe, meditarla desde la oración, vivir en Ella
desde la pureza y santidad de costumbres, amarla con el corazón.
Sí, estamos ante un Misterio, el gran
Misterio de la Iglesia:
cuya
característica es ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos
invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el
mundo y, sin embargo, peregrina; de modo que en ella lo humano esté ordenado y
subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la
contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos[1],
como nos enseña el Vaticano II.
Sabemos y reconocemos este misterio de
la Iglesia porque Cristo nos lo ha revelado por el Espíritu:
¿Piensas que puedo hablar de
lo que ojo nunca vio, ni oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado? A nosotros
nos lo ha revelado Dios por medio del Espíritu. Por consiguiente, las
realidades que hay allí arriba no las conocemos por la palabra humana, sino por
la revelación del Espíritu Santo. Lo que no puede explicarnos la razón del
hombre ha de buscarlo la consideración, suplicarlo la oración, merecerlo
nuestro comportamiento y alcanzarlo nuestra pureza[2].
Ante este Misterio, tendremos que
olvidarnos de nuestros racionalismos, de nuestras opiniones, de nuestros
análisis racionales: en la Iglesia se vive por la fe y desde la fe. Pablo VI,
que tanto amó y sufrió por la Iglesia, en su primera encíclica, reflexionaba
sobre el Misterio de la Iglesia en estos términos:
Bien sabemos que esto es un
misterio. Es el misterio de la Iglesia. Y si nosotros, con la ayuda de Dios,
fijamos la mirada del ánimo en este misterio, conseguiremos muchos beneficios
espirituales. Y realmente la conciencia del misterio de la Iglesia es un hecho
de fe madura y vivida. Produce en el alma el "sentido de la
Iglesia" que penetra al cristiano educado en la escuela de la divina
palabra, alimentado por la gracia de los sacramentos y por las inefables
inspiraciones del Paráclito, ejercitado en la práctica de las virtudes
evangélicas, empapado en la cultura y en la conversación de la comunidad
eclesial y profundamente alegre de verse revestido del real sacerdocio que es
propio del Pueblo de Dios. El misterio de la Iglesia no es mero objeto de
conocimiento teológico, sino que debe ser un hecho vivido.[3]
Muchas veces no entendemos la Iglesia,
pero es que entonces estamos olvidándonos de que es un Misterio. Rechazamos
muchas veces su doctrina y su Magisterio, poniendo nuestras opiniones por
encima del Magisterio de la Iglesia. Nos creemos con derecho a exigir dentro de
la Iglesia, a hacer lo que queramos, como si la Iglesia fuese una cosa nuestra.
Hace falta fe. Una fe adulta y madura,
una fe sencilla, que nos lleve a vivir la fe de la Iglesia, fieles al
Magisterio, bajo el cayado de sus pastores. El misterio de la Iglesia requiere
sólo fe, y una adhesión total de mente y corazón a sus enseñanzas, a su misión,
a su vida.
¿Quién puede discutir el Magisterio de
la Iglesia? ¿Quién puede ir por libre en la Iglesia? ¿Quién pondrá sus
opiniones como criterio de eclesialidad?
No. La Iglesia nos supera, es un
misterio al que nosotros nos adherimos por nuestro Bautismo con todas sus
consecuencias.
La Virgen María es todo un modelo para
nosotros, "modelo de amor sublime y de gran humildad"[4].
Ella supo vivir el Misterio: no se rebeló, no se asustó, no pidió
explicaciones. Ella callaba y aguardaba. No descifraba el misterio de la
anunciación del ángel; no comprendía la epifanía, con los magos venidos de Oriente;
no entendía las profecías de Simeón o de Ana, o que su hijo se quedase tres
días en el Templo. Pero Ella, "guardaba todas estas cosas, meditándolas
en su corazón": "Ella virgen oyente, escucha con gozo tus
palabras y las medita en silencio en lo hondo de su corazón"[5].
Sólo así viviremos el misterio de la
Iglesia, adoraremos el Misterio del
Cristo actual, el Cuerpo místico, la Iglesia santa.
Así, con oración y fe, con humildad de corazón, como María, la Virgen oyente
y fiel, la Madre de Jesús, la Madre de la Iglesia.
Al
dirigirse a Ti, María, sede de la Sabiduría,
también nuestro rostro puede verse
iluminado.
Y esto es lo que
pedimos.
Queremos comprender a Cristo, tu Hijo, como nuestro Maestro.
Maestro
de verdad, Maestro único.
Lo que Él nos ha enseñado y la Iglesia,
Madre y Maestra, sabiamente
nos repite y nos explica,
debe ser definitivo para nosotros.
Debe ser seguro;
y
por eso debe ser fundamento de nuestro edificio de pensamiento y de vida.
Queremos
aprender a confrontar
nuestras impresiones y nuestros pensamientos con sus
palabras;
éstas deben ser
nuestra luz y nuestro guía.
Hoy
oímos en torno a nosotros
la confusión de
las lenguas.
La Babel de los cien maestros nos aturde
y nos induce al escepticismo,
nos desalienta.
Nos hace creer que es más sabio dudar que afirmar;
nos vuelve
indiferentes a las verdades supremas;
nos hace capaces de toda utopía y de todo oportunismo.
María,
danos el consuelo de la verdad.
María, danos la defensa
frente al error.
María,
vuelve limpia nuestra alma,
para que podamos
comprender;
puros nuestros ojos para que podamos ver.
Danos el don y la
alegría de la sabiduría.
Enséñanos
a admirar, enséñanos a pensar bien, enséñanos a meditar.
¿Qué
llevaremos ante el mundo que nos aguarda?
Con tu ayuda, María, llevaremos el amor.
Escucha, María, nuestra
oración,
y Tú
que nos la pones en el corazón,
obtén que sea atendida[6].
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