El Misterio del dolor y de la cruz humanamente son inexplicables; sólo la luz de la revelación, del Evangelio del sufrimiento en Cristo, permiten atisbar el sentido salvífico y redentor de la enfermedad y del sufrimiento en general.
Hay que saber vivir y morir, trabajar y descansar, todo por la gloria de Dios, ¡¡la gloria de Dios!!, porque toda otra gloria es vana, vacía, ínútil, estéril.
Estando sanos, habremos y podremos ejercer obras de misericordia. Pero, ¿estando débiles, pobres o enfermos, qué se puede hacer?
"Puedes visitar a un enfermo, ir a ver al encarcelado, dar de beber un vaso de agua fresca, recibir al huésped bajo tu techo, entregar dos óbolos como la viuda, y consolar a los afligidos. Ciertamente, esto es también limosna. ¿Estás solo y totalmente pobre, débil de cuerpo y no puedes caminar? Sufre todo eso dando gracias, y recibirás una gran recompensa" (S. Juan Crisóstomo, Com. Sal. 127,2,3).
La enfermedad, por su situación de debilidad, afecta al cuerpo e igualmente, incluso en mayor medida, al alma, con tentaciones y dificultades espirituales y morales. El enfermo se ve abocado a un combate con sus propias tentaciones.
"Tú, carísimo, que a menudo estás apremiado por la enfermedad, las fiebres o los dolores a decir alguna blasfemia, si te dominas, das gracias y alabas a Dios, recibirás tu propia recompensa.
Dime, ¿por qué blasfemas y pronuncias palabras mordaces? ¿Acaso así te va a resultar más leve el dolor? Ciertamente, aunque el dolor fuera más leve, ni así se te concederá la salud del alma ni el consuelo del cuerpo; incluso así no se hace más leve el dolor, sino que llega a ser más fuerte.En efecto, el diablo, viendo que te ha dominado y te ha llevado a blasfemar, inflama la llama, excita el dolor de forma que te llenes de pasión con él. Incluso, como he dicho, aunque así se hiciera más leve, no conviene hacerlo. Si no consigues nada, ¿por qué te atormentas? ¿No puedes callarte? Da gracias a Dios, o mejor, da gloria al que te prueba en el fuego. En lugar de blasfemar, di alabanzas. Así será grande la recompensa y la herida más leve" (S. Juan Crisóstomo, Com. Sal. 127,3,1).
En la enfermedad, y ante las tentaciones, Dios es protector y consuela dulcemente para resistir pacientemente, uniéndose a la Cruz del Señor. Hay una especial cercanía del Señor con los enfermos, una presencia que sostiene a quien sabe reconocer con la fe lo invisible y sobrenatural de nuestra vida.
"La tarea propia del Señor es consolar a los afligidos... Tú, cuando quieras gozar del consuelo, hazte humilde, haz contrita tu mente. Esto es lo propio de su voluntad, de su benignidad y de su benevolencia, porque éste es su trabajo: consolar a los que se encuentran en calamidades, y es lo que se sigue de su poder" (S. Juan Crisóstomo, Com. Sal. 146,1,3).
Los consuelos externos no bastan, ni tocan al alma. Son fugaces, agradables, pero pasajeros. El consuelo de Dios es más dulce aún, interior, y dura mucho tiempo, viniendo además de su Corazón que nos ama como nadie jamás nos puede querer.
"Cuando un alma religiosa ve que sufre el rechazo de los hombres, encuentra descanso en la consolación que nace de la gracia divina. Cuando ve crecer externamente los azotes de las tentaciones, anhelando el recogimiento de la esperanza en el Señor, huye al puerto interior de la conciencia" (S. Gregorio Magno, Moralia in Iob, II, 14,23).
Ese puerto interior de la conciencia es el lugar donde Dios mora por su Espíritu y allí se halla todo consuelo.
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