El Misterio de Dios está envuelto
en silencio de adoración, en un silencio lleno de respeto para no manipular el
Misterio y un silencio más elocuente que muchas palabras que jamás llegarán a
abarcar y aprehender el Misterio. Recordemos cómo Moisés adora y acoge la
revelación descalzo y de rodillas; el Nombre de Dios no es pronunciado por sumo
respeto hacia él, y se buscan circunloquios: “el Tres veces Santo”, por
ejemplo.
El
silencio de adoración es lo que más conviene al Misterio de Dios:
“Dios confía a su Nombre a los que
creen en Él; se revela a ellos en su misterio personal. El don del Nombre
pertenece al orden de la confidencia y la intimidad. “El nombre del Señor es
santo”. Por eso el hombre no puede usar mal de él. Lo debe guardar en la
memoria en un silencio de adoración amorosa. No lo empleará en sus propias
palabras, sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo” (CAT 2143).
De
este silencio saben los verdaderos místicos y los grandes teólogos, los
teólogos auténticos; místicos y teólogos han tratado a Dios, con experiencia
del Dios vivo, y saben bien que es inefable y cuán difícil es trasvasar lo que
ellos han visto y oído, la
Palabra de vida que han palpado, al lenguaje humano para
comunicarlo, verbalizarlo, analizarlo. Ante el Misterio de Dios, el hombre no
encuentra palabras apropiadas para expresar aquello que ha gustado, aquello que
le ha sido mostrado. Por eso muchos auténticos teólogos y los grandes místicos
necesitan el silencio adorante como expresión suprema; “el hablar del místico
es un hablar contra las palabras; cuanto más habla más se da cuenta de que
tiene a disposición una lengua muerta, hecha de palabras gastadas; cuanto más
trata de comunicarse menos se explica. En semejante situación, la única opción
que le queda es el silencio. Y, en efecto, el místico sufre, más que nadie, el
embarazo de las palabras y la fascinación del silencio”[1].
Místicos
y teólogos se encuentran ante el Misterio. ¿Cómo lo dirán, cómo lo
pronunciarán? Necesitan del silencio… de forma que el silencio es la base
espiritual para la contemplación y la teología, para la contemplación teológica
y para la teología, escrita o enseñada, que sea contemplativa a su vez (es
decir, con unción, no meramente academicista con multitud de notas a pie de
página y citas):
“Silencio y contemplación: la
hermosa vocación del teólogo es hablar. Ésta es su misión: en medio de la
locuacidad de nuestro tiempo y de otros tiempos, en medio de la inflación de
palabras, hacer presentes las palabras esenciales. Con las palabras hacer
presente la Palabra,
la Palabra
que viene de Dios, la Palabra
que es Dios. Pero, dado que formamos parte de este mundo con todas sus
palabras, ¿cómo podríamos hacer presente la Palabra con las palabras, sino mediante un
proceso de purificación de nuestro pensamiento, que debe ser también y sobre
todo un proceso de purificación de nuestras palabras? ¿Cómo podríamos abrir el mundo,
y antes abrirnos nosotros mismos, a la Palabra sin entrar en el silencio de Dios, del
que procede su Palabra? Para la purificación de nuestras palabras y, por tanto,
para la purificación de las palabras del mundo necesitamos el silencio que se
transforma en contemplación, que nos hace entrar en el silencio de Dios y así
nos permite llegar al punto donde nace la Palabra, la Palabra redentora” (Benedicto XVI, Hom. a la Comisión Teológica
Internacional, 6-octubre-2006).
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