Los
santos llegaron a ser santos, y respondieron a lo que Dios les pedía, porque
estaban amasados por tiempos de oración, espacios fijos y diarios de oración,
donde se encontraban a solas con el Solo, tratando de amistad con el Amado.
No
fueron santos porque se le propusieran, por el mero esfuerzo moral; no lo
fueron porque hubiera en ellos una naturaleza superior, más capaz que la
nuestra; tampoco porque fueran buenas personas, definidas así por el mundo; no
fueron santos meramente por obras exteriores. La santidad hay que buscarla en
otro lugar más interior, más íntimo: en su vida de oración que los fue
transformando y uniendo al Señor, recibiendo todo de Dios y dejándose forjar.
La
santidad está amasada con horas de oración, con horas de contacto vivo con
Cristo, cara a cara. No hay santo sin oración, no hay santidad sin vida
espiritual, interior, recogida, con el Señor. Podrá haber activismo, hasta
protagonismo, incluso buena voluntad, pero no santidad cristiana. Y esto es así
no sólo en los santos contemplativos y místicos, sino en los santos dedicados a
la enseñanza, a la misión, a los enfermos, a la caridad, al trabajo profesional
y a la propia familia en el estado seglar.
Oraban,
eran orantes; pero no de forma esporádica, desordenada o cuando una urgencia
les llevaba a orar y pedir. Eran orantes cada día, dedicando tiempo fijo y
asiduo a Cristo, muy amado.
En
todos los santos, independientemente de la forma o del método, se halla la
oración como nota común de la santidad, y eso ya nos inspira a nosotros, y nos
orienta, pues también la santidad es nuestra vocación.
“En
los santos destaca con fuerza abrumadora y arrolladora, además de su capacidad
de entrega y servicio, su capacidad de orar. Son los hombres de Dios porque son
los hombres de oración. Son religiosos y su vida está centrada en Dios. Buscan
estar a solas para encontrarse con Dios que es su todo. Cuando Dios entra con
fuerza en el corazón del hombre le lleva a la soledad, a la oración. La oración
se le vuelve la luz y el aire de su vida. Es la pedagogía de Dios con ellos
para hacerlos gigantes. Dios moldea a los santos en la oración” (Mazariegos, E.
L., La aventura apasionante de orar,
Valladolid 1964, 36).
Regla
ésta que se cumple en toda la historia de la Iglesia, en santos de toda época, de todas las
vocaciones y estados de vida cristianos, de toda edad… sin excepción.
Son
contemplativos, es decir, ya sea en la vida laical, sacerdotal o religiosa, se
sitúan serena y pacíficamente ante Dios en oración contemplativa, abrazando a
Cristo y recibiendo de Él. Su oración no es superficial, ni formal, exterior a
ellos. Contemplativos, la oración toca las fibras más íntimas de su sr.
“En
la soledad se hace todo presente, porque es preciso darlo todo por encontrarlo
todo, es preciso caminar desde la nada al todo. Aquí está el contemplativo. El
hombre integrado, en armonía. El hombre presente en el mundo como nadie. El
hombre que ha hecho de su ser “un-ser-en-el-ser-de-Dios”. Un hombre que irradia
la fuerza, la bondad, la verdad y la paz de Dios. Un hombre que ha hecho unidad
con el Dios amor, el Padre de Jesús, y ha hecho de su corazón lugar de
encuentro de la humanidad. El contemplativo es el hombre que ha sabido dar
respuesta a la soledad de su corazón. Y la respuesta ha sido: Dios, el
Trascendente que habita en mi corazón. Y mi ser es un ser en comunión, porque
vive en Dios. El orante sabe de tiempos fuertes de soledad, de tiempos de desierto,
porque sabe de tiempos fuertes para amar. Llegará un día que hará desierto en
la ciudad, pero antes… ¡cuántas noches, cuántas tardes, cuántas mañanas no
habrá pasado a solas con quien sabe le ama, tratando de amistad!” (Id., 66-67).
Los
santos, con su oración, se unieron a la gran cadena de orantes de los hombres
de fe. Una misma corriente de gracia para todos: la del Espíritu Santo. “La
oración en el Espíritu creará para el creyente una necesidad vital de hacer
armonía, unidad, integración de todo cuanto existe, con todo cuanto vive. Él da
vida y comunica, desde el creyente-orante, vida. Orar en el Espíritu es entrar
en clima de conversión, es ir a la soledad, es hacer silencio, es encontrarse
con la Palabra,
es entrar en la oración de los Gigantes de la historia: Patriarcas, Profetas,
Santos… Jesús. Todos ellos tuvieron el único Maestro de oración: el Espíritu
Santo. Hay algo que llena el corazón de gozo. Algo que hace gritar de alegría:
saber que el Espíritu hace de LO IMPOSIBLE, POSIBLE (sic)… Porque el Espíritu
ha hecho de lo imposible posible: que la Iglesia de Jesús permanezca como comunidad de
creyentes a través de la
Historia. Porque el Espíritu hizo del corazón de Pablo un
apóstol y del de Agustín, una columna firme, y del de Francisco, una
fraternidad y del de Teresa, una andariega por los caminos del Señor y del de
Juan de Dios, una ternura de madre. Entrar en la acción del Espíritu es
atreverse a creer en fe desnuda y ciega que hará de lo imposible, posible… La
fuerza para vivir en cristiano, para seguir a Jesús, para perdonar y amar, para
tener un corazón limpio, para ser humildes y mansos, para ser hombres de bien y
de paz, nos viene del Señor por el Espíritu. Hoy se necesitan hombres como
Jesús poseídos del Espíritu. Hombres que se dejen conducir como Jesús al
desierto por largos tiempos, a la soledad… Hombres resucitados, hombres nuevos
que no quieren remiendos ni estropear el buen vino. Hombres que no se instalan,
que no se quedan atrás, que no lo saben todo, hombres pobres, porque el Espíritu
sopla por donde quiere y como quiere. Hombres a la acción del soplo del
Espíritu. Es en la oración donde se descubre toda esta realidad” (Id., 80-82).
Tal
fue la experiencia de los santos, así fue la oración de los santos. Y, por
ello, fueron santos, porque fueron sinceros orantes, hombres de Dios, que se
llenaron del Espíritu Santo.
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