domingo, 2 de octubre de 2022

Silencio de los misterios de Dios (Silencio - IX)



Los grandes misterios divinos, en los que Dios interviene, no son ruidosos ni clamorosos, espectaculares o populistas buscando el aplauso; transcurren en el silencio y reclaman la obediencia de la fe. “El sentido de este misterio no es accesible más que a la fe” (CAT 498). Así lo explicaba S. Ignacio de Antioquía: “El príncipe de este mundo ignoró la virginidad de María y su parto, así como la muerte del Señor: tres misterios resonantes que se realizaron en el silencio de Dios” (A Efes., 19,1).


            El silencio es la disposición habitual de la Virgen María ante los misterios; ella “conservaba todas estas cosas en su corazón” y las meditaba “a lo largo de todos los años en que Jesús permaneció oculto en el silencio de una vida ordinaria” (CAT 534). La Virgen es Virgen orante, contemplativa. En ese silencio se realizó la Encarnación del Verbo, en ese silencio vivió la Virgen meditando:

            “A ella, durante los días en los que “dio a luz a su hijo primogénito” (Lc 2,7), le sucedieron muchos acontecimientos imprevistos: no sólo el nacimiento del Hijo, sino que antes un extenuante viaje desde Nazaret a Belén, el no encontrar sitio en la posada, la búsqueda de un refugio para la noche; y después el canto de los ángeles, la visita inesperada de los pastores. En todo esto, sin embargo, María no pierde la calma, no se inquieta, no se siente aturdida por los sucesos que la superan; simplemente considera en silencio cuanto sucede, lo custodia en su memoria y en su corazón, reflexionando sobre eso con calma y serenidad. Es esta la paz interior que nos gustaría tener en medio de los acontecimientos a veces turbulentos y confusos de la historia, acontecimientos cuyo sentido no captamos con frecuencia y nos desconciertan” (Benedicto XVI, Hom., 1-enero-2013).


            En los misterios iniciales de nuestra salvación, la Encarnación y el nacimiento del Verbo encarnado, reinó el silencio del Misterio:

            “El Niño, a quien encontraremos entre María y José, es el Logos-Amor, la Palabra que puede dar consistencia plena a nuestra vida. Dios nos ha abierto los tesoros de su profundo silencio y con su Palabra se nos ha comunicado. En Belén el hoy perenne de Dios toca nuestro tiempo pasajero, que recibe orientación y luz para el camino de la vida” (Benedicto XVI, Hom. en Vísperas con los universitarios, 16-diciembre-2010).

            El silencio fue el hábitat natural de Nazaret, el lugar de la vida oculta y crecimiento de Jesús, el Verbo encarnado, un silencio que era envolvente y fructífero y que es sumamente indicativo para nosotros:

“Su primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario para nosotros, que estamos aturdidos por tanto ruido, tanto tumulto, tantas voces de nuestra ruidosa y en extremo agitada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento y la interioridad, enséñanos a estar siempre dispuestos a escuchar las buenas inspiraciones y la doctrina de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad y el valor de una conveniente formación, del estudio, de la meditación, de una vida interior intensa, de la oración personal que sólo Dios ve” (Pablo VI, Alocución en Nazaret, 5-enero-1964).

            El silencio preparó el crecimiento del Verbo encarnado y su misión pública posterior. Nazaret, con su silencio, es referente para la Iglesia misma: “Especialmente reconocemos la fructuosa lección que se desprendió de aquel vivir juntos en Nazaret viendo cómo Jesús lee las Escrituras y las conoce con la seguridad de un maestro, cómo domina las tradiciones de los rabinos. ¿Debería todo esto dejarnos indiferentes en un tiempo en el que la mayor parte de los cristianos ha de vivir en una especie de “Galilea de los paganos”? La Iglesia no puede crecer ni prosperar si no tiene la seguridad de que sus raíces ocultas se hallan protegidas en la atmósfera de Nazaret… Nazaret encierra un mensaje permanente para la Iglesia. La Nueva Alianza no se inicia en el templo, nisiquiera en la montaña santa, sino en el humilde hogar de la Virgen, en la casa de un traajador, en un lugar olvidado de la “Galilea de los paganos”, de donde nadie esperaba que pudiera salir algo bueno. La Iglesia ha de volver siempre a este origen; ha de curar al hombre partiendo de aquí. No podrá dar respuesta justa a la rebelión de nuestro siglo contra el poder de la riqueza si Nazaret no permanece en ella como realidad vivida”[1].

            Así fue el silencio del Sábado Santo, Cristo sepultado descendió a los infiernos, aguardando la santa Pascua:

“¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio porque el Rey duerme. La tierra temió sobrecogida, porque Dios se durmió en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción al abismo.
Va a buscar a nuestro primer padre como si fuera la oveja perdida. Quiere absolutamente visitar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Él, que es al mismo tiempo Dios e Hijo de Dios, va a librar de su prisión y de sus dolores a Adán y a Eva.
El Señor, teniendo en sus manos las armas vencedoras de la cruz, se acerca a ellos. Al verlo nuestro primer padre Adán, asombrado por tan gran acontecimiento, exclama y dice a todos: «Mi Señor esté con todos». Y Cristo, respondiendo, dice a Adán: «Y con tu espíritu». Y tomándolo por la mano le añade: Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz.
Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu hijo; y ahora te digo que tengo el poder de anunciar a los que están encadenados: «salid»; y a los que se encuentran en las tinieblas: «iluminaos»; y a los que dormís: «levantaos». (Oficio Lecturas, Sábado Santo, Homilía antigua sobre el grande y santo Sábado).

            ¡Silencio del Sábado santo! ¡Qué grande y elocuente, qué penetrante y conmovedor! “Descendió a los infiernos”, hasta lo más hondo de la angustia humana, allí donde le esperaban los santos y justos del AT, para predicarles el Evangelio (cf. 1P 3,18-20) y subirlos con Él a la gloria en la Pascua.

            Si hay algo característico del Sábado santo es el silencio:

            “El Sábado santo se caracteriza por un profundo silencio. Las iglesias están desnudas y no se celebra ninguna liturgia. Los creyentes, mientras aguardan el gran acontecimiento de la Resurrección, perseveran con María en la espera, rezando y meditando. En efecto, hace falta un día de silencio para meditar en la realidad de la vida humana, en las fuerzas del mal y en la gran fuerza del bien que brota de la pasión y resurrección del Señor” (Benedicto XVI, Aud. General, 19-marzo-2008)[2].



[1] J. RATZINGER, El camino pascual, Madrid 2005 (2ª), 86.88.
[2] Conviene, aunque sea en nota, dejar constancia de la grandeza del Sábado Santo, su contenido teológico envuelto en el silencio: “Partiendo de lo que acabamos de decir, resulta inevitable pensar que el redentor, al ahorrarles a los muertos, en su solidaridad con ellos, la experiencia plena del estar muerto (como poena damni) –de manera que un rayo celestial de luz de fe, amor y esperanza iluminó desde siempre el “abismo”- tomó sobre sí en representación vicaria dicha experiencia entera. Con ello se muestra como el único que, yendo más allá de la experiencia común de la muerte, midió la profundidad del abismo: desde esta idea hay que rechazar retrospectivamente como incompleta, una vez más, una “teología de la muerte” que limita la solidaridad de Jesús con los pecadores al puro acto de decisión o entrega de la existencia que es arrebatada en el momento de la muerte. Dicho con palabras de Althaus: para que la muerte de Cristo pueda ser inclusiva, debe ser a la vez exclusiva, única en su fuerza de representación vicaria. De este más allá en el estar muerto del Hijo de Dios nos vamos a ocupar en la presente sección. Se puede desarrollar en tres direcciones: como experiencia de la “muerte segunda” (con lo cual aparece por primera vez el concepto neotestamentario de infierno); después como experiencia del pecado como tal (con lo cual el teologúmeno del “descensos como triunfo” recibe su lugar asignado); finalmente, como acontecimiento trinitario, pues sólo trinitariamente se puede explicar en última instancia toda situación de salvación en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo” (H. U. von BALTHASAR, Teología de los tres días, Madrid 2000, 145).

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