4. Viendo este conjunto de virtudes,
en las que no hay proporción entre lo que se da y lo que se recibe, y aquellas
que no se fundan en los derechos de los otros, es muy necesario detenerse en
una virtud que antes enunciábamos, la virtud de la religión.
Dios tiene sus derechos, pues Él es
el Creador y nosotros sus criaturas dependientes en todo de Él. Los derechos de
Dios se ven pisoteados, a Dios apenas le dejamos espacio: no entra en la
cultura, (¡Dios es casi un estorbo!), a veces tampoco tiene espacio en nuestra
vida (¡estamos tan ocupados!) y anteponemos cualquier cosa, cualquier
circunstancia, cualquier obligación, a Dios nuestro Señor.
Pisoteamos sus
derechos cuando venimos a cumplir y lo hacemos con prisas, sin atención y
recogimiento, deseando acabar cuanto antes; pisoteamos los derechos de Dios
cuando pensamos que le hacemos un favor con realizar algunas prácticas
religiosas (ir a Misa el domingo, rezar unas oraciones corriendo y
distraídamente) y nos rebelamos contra Dios cuando aparece la cruz echándole en
cara que tantas Misas y Rosarios, oraciones y “Dios me manda esto”... Al final,
sólo queremos imponer nuestros derechos frente a los derechos de Dios.
Las Escrituras mandan: “Reconoce hoy y medita en tu corazón que el
Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra.
Guarda los preceptos y mandatos que yo te prescribo hoy” (Dt 4,39-40). Porque Dios es el único Señor, la virtud de la religión nos impulsa
a reconocer a Dios como Señor de nuestra vida, a adorarle, cantar su gloria, bendecir
su Nombre.
Santo Tomás de Aquino define así la
virtud de la religión: es “la virtud moral que inclina al hombre a dar a Dios
el culto debido como primer principio de todas las cosas” (II-II, 81, 3). Así esta virtud de la religión es de las más excelentes porque se
refieren a Dios, su objeto es Dios, y esta virtud de la religión está
constituida por los actos internos y
externos de culto y adoración a Dios.
Entre los actos internos de la
virtud de la religión está la devoción
que es prontitud de ánimo, sin pereza, sino con deseo, para entregarse a las
cosas de Dios, y sólo el amor da forma e impulsa esa devoción. Esta devoción es
amor, es gusto y sensibilidad por las cosas de Dios, es atención interior y
recogimiento.
La
devoción va siempre referida a Dios. La devoción a la Stma. Virgen y a los
santos no se queda en ellos mismos, porque veneramos lo que Dios hizo en ellos
y adoramos a Dios. (¡Mucho menos quedarse sólo en la devoción a una imagen o
una talla, pelearnos porque es la más bonita y no llegarnos a Dios!).
La
oración es el segundo acto interno de la religión; Dios nos ama y le gusta
comunicarse con nosotros en la oración, y desea que nos comuniquemos con Él,
que tratemos con Él y en la oración recibamos todo de Él, le adoremos, le demos
gracias, asimilemos su Palabra, le ofrezcamos todo nuestro ser. Ahí están
tantos mandatos del Señor en su Palabra, diciendo: “Escucha” (Dt
4,1; 6,4; Sal 49,7; etc.), “ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis el corazón” (Sal 94), “poned en vuestros oídos estas palabras”
(Lc 9,44).
La oración brota del entendimiento
–inteligencia- que conversa con Dios y medita, y del corazón que se une a Dios,
tocando todo el ser personal que se entrega a Dios.
Al ser un acto interno de la virtud
de la religión requiere de nosotros un
plan serio de oración, bien distribuido y organizado: la Sta. Misa, a ser posible
diaria pues es la mayor glorificación de Dios; media hora diaria para tratar en
silencio e intimidad con el Señor y leer el Evangelio de cada día y los textos
del misal para saborearlos en oración; también rezar Laudes y Vísperas y la
visita al Santísimo en el Sagrario y adorarle en la custodia; además, el Rosario,
el Ángelus, las jaculatorias a lo largo del día para vivir en presencia de
Dios.
Entre los actos externos de la religión, contamos con la participación plena,
consciente y activa, con amor, silencio y recogimiento, en las distintas
celebraciones litúrgicas: la Misa,
la adoración al Santísimo, el rezo o canto en común de la Liturgia de las Horas,
etc. Son los derechos de Dios que hacen bien a nuestra alma y nos santifican,
elevándonos a la unión con el Señor.
La vida de piedad, el trato con
Dios, la oración y la liturgia con verdadera devoción forman parte de la virtud
de la religión. Hemos de vivirlo y de inculcarlo así en apostolado a todos: que
todos vayan viviendo y ejercitándose en esta virtud y se aleje la frialdad, la
tibieza, el cumplimiento y las prisas en lo que al culto y adoración de Dios se
refiere, porque con razón decimos en el prefacio: “es justo y necesario, es
nuestro deber... darte gracias”.
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