1. Alrededor de las cuatro virtudes
cardinales van girando otras que son auxiliares, que desarrollan el contenido
de la virtud principal y, al mismo tiempo las robustecen. Ir adquiriendo las virtudes
por la meditación y por el ejercicio de cada una de ellas, ampliará nuestro ser
e irá capacitando nuestro corazón para obrar el bien, lo bello, lo verdadero.
Así el creyente irá adecuando su conciencia para obrar moralmente, viviendo la
vida evangélica, la ley del Espíritu Santo en nuestros corazones.
2. La virtud cardinal de la
fortaleza robustecía el alma en la voluntad y el deseo para no desistir en
hacer el bien aunque fueran muchas las dificultades o impedimentos, o incluso
nos pudiese suponer un esfuerzo. Esta resistencia o firmeza en el bien, hace
que nazcan algunas virtudes en su entorno.
Para acometer cosas grandes,
objetivos altos, realizar o construir algo importantes, existen dos virtudes,
la magnanimidad y la magnificencia.
La
virtud de la magnanimidad es una prontitud de ánimo, una agilidad de
espíritu, un corazón grande para llegar al fin. Sólo un corazón grande es capaz
de cosas grandes; sólo la grandeza de ánimo consigue lo mejor y más perfecto.
El que tiene el corazón encogido, o apocado, quien no tiene ideales hermosos en
la vida o en la vocación, ése jamás realizará nada.
La magnanimidad es la virtud de los
grandes santos, de las personas buenas, de los hombres y mujeres de Dios, y
mucho de esto tiene que ver con la virtud teologal de la esperanza.
La virtud de la magnanimidad, de la
grandeza de ánimo, es incompatible con las cosas pequeñas que resultan ser un
estorbo: el desaliento, la crítica, la inflexibilidad, la rutina o la
costumbre.
La virtud de la compasión y la virtud de la misericordia
están muy vinculadas a la magnanimidad. Quien tiene un corazón grande es capaz
de experimentar compasión ante los demás en sus sufrimientos o en sus
debilidades. Esta compasión brota al mirar con piedad las miserias humanas.
Predicaba S. Bernardo que el perfume de la compasión “se elabora con las
indigencias de los pobres, las congojas de los oprimidos, las depresiones de
los tristes, las culpas de los delincuentes, y, finalmente, con todo género de
miserias, incluyendo las de nuestros enemigos. Sus componentes son
despreciables, pero con ellos se elabora el perfume más aromático de todos. Y
tiene una virtualidad sanativa. Dichosos los misericordiosos porque ellos
alcanzarán misericordia” (In
Cantica, 12, 1).
S. Juan de Ávila
inculca igualmente la compasión, por ser virtud propia de un corazón grande:
“Tomar los males ajenos por nuestros propios, compadecernos de ellos como si nosotros los padeciésemos, no entendemos esta palabra. ¿Quién hay agora [ahora] que sienta la afrenta y necesidad que su prójimo padece, que se duela de sus males como si él mismo los tuviese, y él se sienta pobre con el pobre, y tentado con el tentado, y afligido con el afligido? No sabemos qué es esto. No entendemos este lenguaje. Antes, padre, apenas me puedo condoler de los males ajenos, cuánto más tenerlos por míos propios. Mala señal es no sentir los males ajenos; no sentir lo que otros padecen, mal es... Ansí [así], cuando tu prójimo está con alguna pena y necesidad, siéntele, pues entrambos estáis en un cuerpo” (Serm. 10, Jueves de la I semana de Cuaresma, 111-131).
La virtud de la compasión está unida
a la de la magnanimidad. Ésta engendra la afabilidad,
que es un modo agradable en el trato con los demás; es ser agradable, saber
sonreír, mostrarse cercano, ser correcto y educado... todo eso es ser afable, y
es una virtud propia de la grandeza de ánimo que se puede adquirir, se puede llegar
a ser amable, educado, cortés, sencillo. Así santa Teresa de Jesús recomienda:
“todo lo que pudiéreis, sin ofensa de Dios, procurad ser afables” (C 41,7).
Esta grandeza de ánimo que lleva a
la afabilidad en el trato y que experimenta lo de los demás como propio –la
compasión- es capaz de ganar y triunfar en el bien; es una prontitud de ánimo y
generosidad, corazón grande y ánimo dispuesto.
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