domingo, 2 de septiembre de 2018

Tratado de la paciencia (San Agustín, IV)

Hemos de ser pacientes si queremos alcanzar bienes mayores que aún no poseemos. La impaciencia en nada nos ayuda.

La paciencia beneficia a quien aguarda y sabe resistir, logrando los bienes necesarios para el cuerpo, para el alma, para el espíritu, aunque sean muchas las dificultades exteriores, o las circunstancias que se presentan inesperadamente y hemos de afrontar valientemente, aun cuando seas costosas.

La paciencia, sin lugar a dudas, es una virtud necesaria, ardua, viril.


"CAPÍTULO VIII. Práctica de LA PACIENCIA EN EL CUERPO Y EN EL ALMA

Así pues, cuando nos torturan algunos males pero no nos destruyen las malas obras, no solo poseemos nuestra alma por la paciencia, sino que cuando por la paciencia se aflige y se sacrifica el cuerpo temporalmente, se lo recupera con una salud y una seguridad eterna, y por el dolor y la muerte se conquista una salud inviolable y una inmortalidad feliz. Por eso, Jesús, al exhortar a sus mártires a la paciencia, les prometió también la integridad futura del mismo cuerpo que no ha de perder, no digo ya un miembro, sino ni siquiera un pelo: “En verdad os digo”, dice, “que no perecerá un cabello de vuestra cabeza” (Lc 21,18). Y como dice el Apóstol: “nadie tuvo jamás odio a su carne” (Ef 5,29). Vele, pues el hombre fiel más por la paciencia que por la impaciencia, por la salud de su carne y compare los dolores del presente, por grandes que sean, con la inestimable ganancia de la incorrupción futura.

8. Así pues, aunque la paciencia sea una virtud del espíritu, el alma ha de practicarla tanto en sí misma como en su cuerpo. En sí misma se practica la paciencia cuando, mientras el cuerpo permanece ileso e intacto y se lo incita a una acción desafortunada, como una torpeza de obra o se le invita de palabra a ejecutar o decir algo que no es conveniente o decente, y sufre con paciencia todos los males para no cometer mal alguno de palabra o de obra.


CAPÍTULO IX. LA PACIENCIA DEL ESPÍRITU

Por esta paciencia toleramos el que nuestra felicidad se difiera, en medio de los escándalos de este mundo, aun cuando nuestro cuerpo permanezca santo. Por eso, se dijo lo que antes recordé: “si esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos” (Rm 8,25). Con esta paciencia toleró el santo rey David los oprobios de quien le injuriaba; y, pudiendo vengarse con facilidad, no sólo no lo hizo, sino que reprimió a otro que se dolió y sobresaltó por él; y ejercitó su poder real más bien para prohibir la venganza que para ejecutarla. Entonces su cuerpo no estaba afligido por enfermedad o herida alguna, pero se reconocía el tiempo de la humillación y se aceptaba la voluntad divina por la que se bebía, con espíritu paciente, la amargura de las afrentas. 

Esta paciencia nos enseñó el Señor cuando, irritados los siervos por la mezcla de la cizaña y queriendo arrancarla, dio la contestación del paterfamilias: “dejad que ambas crezcan hasta la siega” (Mt 13,30). Conviene soportar con paciencia lo que no se puede suprimir sin violencia. 

El mismo Jesús nos presentó y mostró el ejemplo de esa paciencia cuando, antes de la pasión de su cuerpo, toleró los hurtos de su discípulo Judas, antes de declararle traidor (Jn 12,6); y antes de experimentar las cadenas, la cruz y la muerte, no negó el ósculo de paz a los labios falsos de su discípulo (Mt 26,49). Todo esto y mucho más, que sería largo citar, corresponde a esa especie de paciencia con que el alma tolera pacientemente, en sí misma, no sus pecados, sino cualquier mal exterior, conservando intacto su cuerpo.


CAPÍTULO X. LA PACIENCIA EN LOS MALES EXTERIORES

Hay otra especie de paciencia por la que el alma tolera cuanto de molesto y áspero ocurre en los padecimientos del cuerpo. Pero no como los necios y hombres malos, que sufren para conseguir vanidades o perpetrar crímenes, sino “por la justicia” (Mt 5,10), como lo definió el Señor. Con ambos modos de paciencia lucharon los santos mártires, pues los impíos los llenaron de oprobios y de ese modo el alma sola toleró sus llagas, quedando allí intacto el cuerpo. Pero también ataron sus cuerpos, los encarcelaron, los afligieron con hambre y sed, los atormentaron, los cortaron, los despedazaron, los quemaron y asesinaron. Ellos, en su piedad inconmovible, sometieron su alma a Dios mientras padecían, en su carne, cuanto a los crueles sayones les venía a la cabeza.

9. Pero mayor es el combate de la paciencia cuando no se trata de un enemigo visible, que con la persecución y el furor incita al mal, y que resulta vencido pública y abiertamente por el mártir que se niega a consentir. Se trata del mismo diablo que se vale de los hijos de la infidelidad, como de sus propios instrumentos, para perseguir a los hijos de la luz, mientras combate también por sí mismo ocultamente y empuja con furor para que se diga o haga algo contra Dios".

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