Prosiguiendo con la lectura del Tratado sobre la paciencia, del gran san Agustín, llegamos a un lugar común en toda la predicación cristiana: la paciencia de Job.
Inocente, es abatido por sufrimientos, calamidades y enfermedades, y ha de resistir no sólo a todo ello, sino a las insinuaciones de su mujer y a los discursos capciosos de aquellos amigos.
La paciencia de Job, un santo, un justo del Antiguo Testamento, se propone como modelo virtuoso para nosotros. Leamos a san Agustín:
"CAPÍTULO XI. Paciencia del SANTO JOB
El santo Job toleró a este demonio cuando fue atormentado con ambas tentaciones, pero en ambas salió victorioso con el vigor constante de la paciencia y con las armas de la piedad. Primero perdió cuanto tenía, pero con el cuerpo ileso, para que cayese el ánimo, antes de atormentarle en la carne, al quitarle las cosas que más suelen estimar los hombres, y dijese contra Dios algo, al perder aquellas cosas por las que se pensaba que Job servía a Dios. Fue afligido también con la pérdida instantánea de todos sus hijos, de modo que los que recibió uno a uno, los perdiera de una vez, como si su mayor número no se le hubiera otorgado para mostrar la plena felicidad, sino para acumular calamidad.
Al padecer todas estas cosas, permaneció inconmovible en su Dios, apegado a su divina voluntad, pues a Dios no podía perderle sino por su propia voluntad. Perdió las cosas, pero retuvo al que se las quitó para encontrar en él lo que permanece para siempre. Pues tampoco se las había quitado el que tuvo voluntad de dañar sino el que había dado la potestad de tentar.
CAPÍTULO XII. JOB FUE MÁS CAUTO QUE ADÁN
Entonces el enemigo se ensañó con el cuerpo, no en las cosas externas al hombre, sino que hirió, cuanto pudo, al hombre mismo. De la cabeza a los pies ardían los dolores, manaban los gusanos, corría la purulencia. Pero el espíritu permanecía íntegro en un cuerpo pútrido y toleró, con una piedad inviolable y una paciencia incorruptible, los horribles suplicios de la carne que se corrompía. La esposa estaba presente, pero no ayudaba nada al marido, sino que más bien le impulsaba a blasfemar contra Dios. No se la había llevado el diablo con los hijos como hubiera hecho un ingenuo en el arte de hacer daño, pues en Eva había aprendido cuán necesaria era la esposa al tentador. Sólo que ahora no encontró otro Adán a quien pudiera seducir por medio de la mujer.
Más cauto fue Job en los dolores que Adán entre flores. Éste fue vencido en las delicias, aquél venció en las penas, éste consintió en las dulzuras, aquél resistió en las torturas. Estaban también presentes los amigos, pero no para consolarle en el mal, sino para hacerle sospechoso del mal. Pues no podían creer que el que tanto padecía pudiera ser inocente, y su lengua no callaba lo que su conciencia ignoraba. Así, entre los crueles tormentos del cuerpo, el alma se cubría de falsos oprobios. Pero Job toleró en su carne los propios dolores, y en su corazón los ajenos errores. A la esposa corrigió en su insensatez, y a los amigos enseñó la sapiencia, y en todo conservó la paciencia.
CAPÍTULO XIII. La impaciencia DE LOS DONATISTAS
10. Miren este ejemplo: los que a sí mismos se propinan la muerte cuando son invitados a la vida, y al quitarse la vida presente renuncian a la futura. Pues si fuesen obligados a negar a Cristo o hacer algo contra la justicia, como los verdaderos mártires, todo lo deberían soportar con paciencia antes de suicidarse con impaciencia. Si el suicidio pudiera admitirse, para huir de las calamidades, el mismo santo Job se habría suicidado para huir de tantos males, de la crueldad diabólica contra sus bienes, sus hijos y sus miembros. Pero no lo hizo.
Lejos de nosotros pensar que un varón prudente haría en sí mismo lo que ni siquiera sugirió la mujer imprudente. Si lo hubiera sugerido, hubiese tenido que escuchar lo que escuchó cuando sugirió la blasfemia: “has hablado como una mujer necia. Si hemos recibido de manos del Señor los bienes, ¿no hemos de aceptar los males?” (Job 1,2). Y, si Job hubiese perdido la paciencia, ya blasfemando como ella pretendía, ya suicidándose como ella no se atrevió a sugerir, entonces hubiese muerto, y sería contado entre aquellos de los que se dijo: “¡Ay de los que perdieron la paciencia!” (Eclo 2,16). En lugar de evitar el castigo, lo hubiera aumentado, pues, tras la muerte de su cuerpo, hubiera incurrido en el suplicio de los blasfemos, de los homicidas y de los que son más que parricidas. Pues un parricida es más criminal que un homicida, pues no mata solo a un hombre, sino también a un allegado; y entre los parricidas tanto es uno más criminal cuanto más allegado es aquel a quien mata. Pues peor es, sin duda, el suicida, ya que nadie es tan cercano al hombre como el hombre mismo.
¿Qué es, pues, lo que hacen esos infelices que con el suicidio buscan la gloria de los mártires? Aquí sufren las penas que ellos mismos se infligen y después sufrirán las que les son debidas por su impiedad contra Dios y por la crueldad que contra sí mismos ejercieron. Si sufrieran persecución por dar verdadero testimonio de Cristo, y se suicidaran para huir de los perseguidores, con razón se les diría: “¡Ay de los que perdieron la paciencia!” ¿Cómo se daría un premio justo a la paciencia si se corona el dolor con la impaciencia? ¿O cómo se tendrá por inocente al que se dijo: “Amarás al prójimo como a ti mismo” (Mt 19,19), si comete homicidio contra sí mismo, cuando se le prohíbe cometerlo contra el prójimo?".
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