“Bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que
pueda salvarnos” (Hch 4,12)
El
Nombre de Jesús es “Salvador-Salvación”: “ningún
otro puede salvar” (Hch 4,12). Nada ni nadie puede salvarnos, sólo Él. Las
ideologías políticas o económicas han fracasado tarde o temprano, creando
nuevas esclavitudes al establecer nuevas estructuras, pero no podían tocar,
cambiar, transformar el corazón de la humanidad. Sólo Jesús salva. Y esto tiene
consecuencias en muchos órdenes distintos: no serán programas políticos, o
económicos, pero tampoco organizaciones y estructuras pastorales las que salven
ni a nada ni a nadie.
Juan Pablo II lo decía clarísimamente en un párrafo ya
antológico:
“No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar” (NMI 29).
La
Iglesia, en sus acciones litúrgicas, en su predicación y enseñanza, en su servicio
de caridad y promoción del hombre, en el cultivo y creación de la cultura, en
todo lo que Ella es y hace, sólo tiene un fin: comunicar la salvación, mostrar
y anunciar a Jesús Salvador. No es Ella misma la protagonista, es su Señor, es
Jesús mismo, al que Ella hace visible y presente; es la Iglesia el instrumento,
el signo, la mediación por la que Cristo sigue salvando. Los inicios de la vida
de la Iglesia lo ponen claramente de relieve; basta leer el libro de los Hechos
de los Apóstoles: Pedro cura a un paralítico de nacimiento invocando el nombre
de Jesús: “No tengo plata ni oro, pero te
doy lo que tengo: en nombre de Jesús Nazareno, levántate y anda” (Hch 3,6).
Lo único, pues, que tiene y posee la Iglesia, es a Jesús mismo, y en su Nombre,
echa las redes “mar adentro” (Lc
5,4).
Por
eso, el nombre de Jesús es Salvación, y se sigue proclamando en la Iglesia para
salvar a los hombres, para restaurar al hombre en su dignidad de hijo de Dios,
llamado a la santidad, al desarrollo de lo verdadero y bueno, del auténtico
humanismo cristiano. Todo esto es lo que encierra la profesión de fe más breve
y antigua que recoge San Pablo sobre el nombre de Jesús: “Si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón que Dios lo
resucitó, te salvarás. Por la fe del corazón llegamos a la justicia, y por la
profesión de los labios, a la salvación”. Y justifica San Pablo su razonamiento:
“Dice la Escritura: “Nadie que cree en él
quedará defraudado”. Porque no hay distinción entre judío y griego; ya que uno
mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan. Pues “todo
el que invoca el nombre del Señor se salvará”” (Rm 10,9ss).
Ésta es la
norma, la regla, el canon de la fe, y, por tanto, el centro del credo. La salvación es creer que “Jesús es el
Señor”, y creerle a Él, aceptarle en la vida como Salvador, creer en sus
palabras:
“¡Cuánto nos conviene creer lo que quiso que creyéramos de él quien nos redimió, quien buscó nuestra salvación, quien derramó para nosotros su sangre, quien sufrió lo que no le correspondía! Creámoslo”[1].
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