lunes, 10 de septiembre de 2018

Su nombre salva (El nombre de Jesús - V)


“Bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos” (Hch 4,12)

            El Nombre de Jesús es “Salvador-Salvación”: “ningún otro puede salvar” (Hch 4,12). Nada ni nadie puede salvarnos, sólo Él. Las ideologías políticas o económicas han fracasado tarde o temprano, creando nuevas esclavitudes al establecer nuevas estructuras, pero no podían tocar, cambiar, transformar el corazón de la humanidad. Sólo Jesús salva. Y esto tiene consecuencias en muchos órdenes distintos: no serán programas políticos, o económicos, pero tampoco organizaciones y estructuras pastorales las que salven ni a nada ni a nadie. 


            Juan Pablo II lo decía clarísimamente en un párrafo ya antológico: 

“No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar” (NMI 29).

            La Iglesia, en sus acciones litúrgicas, en su predicación y enseñanza, en su servicio de caridad y promoción del hombre, en el cultivo y creación de la cultura, en todo lo que Ella es y hace, sólo tiene un fin: comunicar la salvación, mostrar y anunciar a Jesús Salvador. No es Ella misma la protagonista, es su Señor, es Jesús mismo, al que Ella hace visible y presente; es la Iglesia el instrumento, el signo, la mediación por la que Cristo sigue salvando. Los inicios de la vida de la Iglesia lo ponen claramente de relieve; basta leer el libro de los Hechos de los Apóstoles: Pedro cura a un paralítico de nacimiento invocando el nombre de Jesús: “No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesús Nazareno, levántate y anda” (Hch 3,6). Lo único, pues, que tiene y posee la Iglesia, es a Jesús mismo, y en su Nombre, echa las redes “mar adentro” (Lc 5,4). 

            Por su nombre, es capaz de vivir y sufrir persecución y martirio: “Los apóstoles salieron contentos de haber recibido aquel ultraje por el nombre de Jesús” (Hch 5,41). La predicación de la Iglesia no tiene otro contenido más que anunciar a Jesús mismo y su poder salvador, siguiendo el ejemplo de los Apóstoles en los primeros discursos y catequesis tras el día de Pentecostés: “Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hch 2,36); “Convertíos y haceos bautizar en el nombre de Jesucristo” (Hch 2,38); “el Dios de nuestros padres ha glorificado a su Siervo Jesús” (Hch 3,13). De nada le valieron a los apóstoles las prohibiciones del Sanedrín, como de nada valen las prohibiciones o persecuciones, abiertas o solapadas, que se hacen a la Iglesia para que no predique ni anuncie a Cristo: “Les llamaron y les mandaron que de ninguna manera hablasen o enseñasen en el nombre de Jesús. Mas Pedro y Juan les contestaron: ... Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4,18-20).

            Por eso, el nombre de Jesús es Salvación, y se sigue proclamando en la Iglesia para salvar a los hombres, para restaurar al hombre en su dignidad de hijo de Dios, llamado a la santidad, al desarrollo de lo verdadero y bueno, del auténtico humanismo cristiano. Todo esto es lo que encierra la profesión de fe más breve y antigua que recoge San Pablo sobre el nombre de Jesús: “Si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón que Dios lo resucitó, te salvarás. Por la fe del corazón llegamos a la justicia, y por la profesión de los labios, a la salvación”. Y justifica San Pablo su razonamiento: “Dice la Escritura: “Nadie que cree en él quedará defraudado”. Porque no hay distinción entre judío y griego; ya que uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan. Pues “todo el que invoca el nombre del Señor se salvará”” (Rm 10,9ss). 

             Ésta es la norma, la regla, el canon de la fe, y, por tanto, el centro del credo.  La salvación es creer que “Jesús es el Señor”, y creerle a Él, aceptarle en la vida como Salvador, creer en sus palabras: 

            “¡Cuánto nos conviene creer lo que quiso que creyéramos de él quien nos redimió, quien buscó nuestra salvación, quien derramó para nosotros su sangre, quien sufrió lo que no le correspondía! Creámoslo”[1].



[1] S. AGUSTÍN, Serm. 237,4.

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