miércoles, 19 de septiembre de 2018

La vida eucarística - X



            La Palabra se hizo carne; el Verbo eterno de Dios tomó nuestra carne, nuestra naturaleza, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado. El Verbo en el seno de María –mujer eucarística- se hizo hombre. Al igual hoy, la Eucaristía, prolongación también de la Encarnación, contempla el admirable prodigio de que el Verbo, en su estado glorioso, en su cuerpo resucitado, toma carne en el Sacramento, transforma el pan en su cuerpo. La Encarnación y la Eucaristía ofrecen paralelismos sumamente sugerentes. 





“La Eucaristía –dice Juan Pablo II-, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación” (EE 55).


           Tanto en la Encarnación como en la Eucaristía hay un acercamiento libre y voluntario, un abajamiento del Verbo en su humildad para estar lo más cercano que pueda al hombre, para salirle al encuentro en su Cuerpo, con palabra, rostro y corazón humano. Así, cercano, hecho carne, hecho sacramento, hecho cuerpo sacramental, ofrece su vida y toda gracia al alma de los fieles. En la Encarnación se une a la humanidad humana, en la Eucaristía se sigue uniendo, por la comunión eucarística, a cada uno de los comulgantes.



            “Jesucristo nuestro Señor está siempre en el mundo por el santo sacramento de la Eucaristía. Es ésta una segunda alianza que Él ha querido contraer con nosotros individualmente, como consecuencia y honor a la que se dignó realizar con nuestra naturaleza por la Encarnación, la cual se habría realizado aun cuando no hubiere sido la del Santísimo Sacramento.

            La Eucaristía, que contiene la gracia sustancial del Padre, nos une plenamente con Dios por unos momentos durante los cuales, en verdad –oh grandeza, oh poder de nuestros misterios-, estamos realmente, sustancialmente, con Él, mientras que una misma sustancia individual, a saber, el cuerpo y la sangre de Jesucristo, permanece al mismo tiempo en Dios y en nosotros por su presencia real y sacramental. Pero cuando se ha terminado la sagrada comunión y han desaparecido las especies, y ano permanece ninguna adhesión sustancial al cuerpo del Hijo de Dios. Su preciosa carne, lazo sagrado que íntimamente nos une a la divinidad, no continúa en nosotros.

            Por tanto, lo que nos queda de la alianza con Dios por medio de la Eucaristía consiste en que el Hijo de Dios, habiendo escogido nuestros cuerpos para ser como sepulcros vivos de su cuerpo viviente y glorioso, Él los santifica por la infusión real de su gracia y de su virtud. Por el contacto de su cuerpo toma posesión de nuestros miembros como suyos. Nosotros venimos a ser miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Él tiene poder sobre nosotros, como de cosa que le pertenece, y conserva su propiedad”[1].


            Esta relación entre Encarnación y Eucaristía es cantada por la Iglesia como profesión de fe en el Ave verum:


            Salve Cuerpo verdadero,
que has nacido de la Virgen;
por nosotros inmolado,
en la cruz has padecido.
De tu pecho traspasado
brotan ríos de agua y sangre,
que podamos recibirte
en la hora de la muerte.
Oh Jesús dulce, oh Jesús bueno,
oh Jesús, Hijo de María.



[1] Card. BÉRULLE, Discurso sobre el estado y las grandezas de Jesús, Discurso IV, n. 17.

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