La mayor participación posible en el
sacrificio del altar se produce cuando la persona se une en comunión con el
Señor, es decir, el fiel cristiano recibe a su Señor en comunión eucarística,
debidamente dispuesto, sin pecado. La Iglesia siempre ha privilegiado este momento
altamente espiritual de participación, mediante los ritos y oraciones, que
expresaban así la fe en la presencia real eucarística.
La catequesis primitiva de la Iglesia explicaba despacio
cómo acercarse a comulgar.
“Oíste después la voz del salmista que os invitaba, por medio de cierta divina melodía, a la comunión de los santos misterios y decía: “Gustad y ved qué bueno es el Señor”. Pero no juzguéis ni apreciéis esto como una comida humana: quiero decir, no así, sino desde la fe y libres de toda duda. Pues a los que los saborean no se les manda degustar pan y vino, sino lo que éstos representan en imagen, pero de modo real: el cuerpo y la sangre del Señor”[1].
“No te acerques, pues, con las palmas de las manos extendidas ni con los dedos separados, sino que, poniendo la mano izquierda bajo la derecha a modo de trono que ha de recibir al Rey, recibe en la concavidad de la mano el cuerpo de Cristo diciendo: “Amén”. Súmelo a continuación con ojos de santidad cuidando de que nada se pierda de él”[2].
La Iglesia educa las
actitudes y signos de respeto de sus hijos en el gran momento de la Comunión:
“Cuando la sagrada especie se deposita en las manos del comulgante, tanto el ministro como el fiel pongan sumo cuidado y atención a las partículas que pueden desprenderse de la sagrada forma. La modalidad de la sagrada comunión en las manos de los fieles debe ir acompañada, necesariamente, de la oportuna instrucción o catequesis sobre la doctrina católica acerca de la presencia real y permanente de Jesucristo bajo las especies eucarísticas y del respeto debido al Sacramento.Hay que enseñar a los fieles que Jesucristo es el Señor y el Salvador, que a él, presente bajo las especies sacramentales, se le debe el mismo culto de latría o de adoración que se da a Dios... Después del banquete eucarístico, no descuiden una sincera y oportuna acción que gracias que corresponde a la capacidad, estado y ocupaciones de cada uno.Finalmente, para que la participación en esta mesa celeste sea plenamente digna y fructífera, se deben explicar a los fieles los bienes y los frutos que se derivan de ellas para los individuos y para la sociedad, de modo que la habitual familiaridad con el Sacramento demuestre respeto, alimente el íntimo amor al Padre de familia que nos procura “el pan de cada día” y conduzca a una viva unión con Cristo, de cuya Carne y Sangre participamos”[3].
“Ante la grandeza de este
sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las
palabras del Centurión: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una
palabra tuya bastará para sanarme”” (CAT 1386).
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