jueves, 21 de junio de 2018

Cristo es Salvador y Señor (El nombre de Jesús - II)


“Hoy os nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2,11).


            En la noche de Navidad, los ángeles anuncian a los pastores no el nombre del Niño, sino Quién es ese Niño: ¡es Salvador! Porque hay salvación, existe la esperanza; porque hay salvación, podemos vivir y refugiarnos en la Misericordia frente a nuestra miseria. Siglos y siglos aguardando la salvación prometida y he aquí que aparece en la persona de Jesús, “un niño, envuelto en pañales y acostado en un pesebre” pero que es, según lo anunciado, “Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe   de la Paz” (Is 9,7).


            “¿Qué les dice el ángel? No temáis. ¿Era grande ese temor? Cuando el ángel estuvo junto a ellos la gloria del Señor les envolvió en su resplandor y quedaron sobrecogidos de gran temor. Por eso él, confortándoles, agregó que no temieran y les libró del miedo al comunicarles el nombre del infante, diciéndoles: He aquí que os traigo una buena nueva, que será de gran alegría para todo el pueblo: os ha nacido hoy en la ciudad de David un Salvador, que es el Mesías, el Señor (Lc 2,10-11). ¿Qué dices, oh ángel? ¿Tan grande eficacia tiene el nombre de Jesús? Sí, ciertamente, responde el ángel, pues el nombre de Jesús significa Salvador. Y éste es Cristo el Señor, Dios y hombre, y a la vez poderoso y compasivo. Por eso recomendé a los pastores que tuvieran confianza; y diciendo a José que en el día octavo le impusiera este nombre, hice que resultara fácil para todos el acercarse a aquel que, con su propio nombre, dispuso que se manifestara ya su condición de Salvador”[1].

            ¿Tan necesario era este Salvador que provoca alegría, admiración y entusiasmo? ¿Lo puede seguir provocando cuando pensamos que estamos salvados por nosotros mismos, que, al fin y al cabo, “tan malos no somos” y ni siquiera tenemos conciencia de pecado, del propio pecado, de la propia maldad? ¡Y sin embargo nace por amor para salvar cargando con la Cruz, siendo crucificado y resucitar al tercer día!
 

           “¿Buscas la causa de nacer Dios entre los hombres? Si eliminas de la vida los beneficios de origen divino, no podrás decir porqué cualidades reconoces lo divino. Efectivamente, al bienhechor lo reconocemos por los mismos beneficios que hemos recibido, pues, si miramos a los hechos, gracias a ellos concluimos por analogía la naturaleza del bienhechor. Si pues el amor a la humanidad es una marca propia de la naturaleza divina ya tienes la razón que buscabas, ya tienes la causa de la presencia de Dios entre los hombres.
            Efectivamente nuestra naturaleza, enferma, tenía necesidad del médico; el hombre, caído, necesitaba de alguien que lo levantara; el que estaba sin vida necesitaba del que da la vida; el que había resbalado fuera de la participación del bien necesitaba de quien lo devolviera al bien; el preso en la oscuridad anhelaba la presencia de la luz; el cautivo buscaba al redentor, el presidiario al defensor, el subyugado en la esclavitud al libertador. ¿Es que esto es poca cosa y sin mérito para hacer que Dios se molestara en bajar a visitar a la naturaleza humana, pues en tal estado de miseria y desgracia se hallaba la humanidad?”[2]

            Frente al “no temáis”, dirigido a los pastores en la noche santa de Navidad, la alegría de quien se sabe amado, acogido, comprendido, salvado, redimido por Dios: “Exultad, justos: ha nacido el justificador. Exultad, débiles y enfermos: ha nacido el salvador. Exultad, cautivos: ha nacido el redentor. Exultad, siervos: ha nacido el señor. Exultad, hombres libres: ha nacido el libertador. Exultad todos los cristianos: ha nacido Cristo”[3].

            Bastaría observar, pensar un poco, analizar la realidad que nos rodea y la situación de nuestro mundo y de nuestra sociedad, junto al drama interior de cada hombre, dividido por la concupiscencia fruto del pecado original, y la propia impotencia, para reconocer inmediatamente la necesidad urgente y evidente un Salvador, del único que puede salvar. Jesús es el Salvador. Él es el único que puede salvar.

            “Te alegras de que se te acerque el Salvador, sobre todo postrado como estás en tu catre, paralítico o mejor quizá, medio muerto, y a la vera del camino entre Jerusalén y Jericó. Alégrate, al contrario, de que no sea un médico intransigente ni te recete medicamentos revulsivos. Lo hace así para que la breve convalecencia no te parezca más insoportable que la interminable enfermedad. Así se explica que sigan pereciendo tantos por rechazar al médico. Conocéis a Jesús, pero ignoráis a Cristo. Calibráis con apreciaciones humanas el fastidio embargante del remedio por el número y gravedad de las dolencias...

            Con tanta mayor confianza debes recibir a este Salvador cuanto más extraordinario es el nombre que se le ha dado: Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios. Fíjate cómo recomendó abiertamente el ángel estos tres aspectos cuando anunció la gran alegría a los pastores. Escuchad: Os ha nacido hoy un Salvador, Cristo, el Señor. Alborocémonos, hermanos, en este nacimiento y felicitémonos siempre en él. Está tan enriquecido con el beneficio de la salvación, la suavidad de la unción y la majestad del Hijo de Dios, que no echamos en falta nada, ni de útil, ni de alegre, ni de conveniente. Alegrémonos, repito, meditando y comunicándonos mutuamente esta agradable palabra y dulce expresión: Jesús el Cristo, el Hijo de Dios, ha nacido en Belén de Judá”[4].


[1] S. ANDRÉS DE CRETA, Sermón de la Circuncisión: PG 97,920.
[2] S. GREGORIO DE NISA, La Gran Catequesis, XV,1-3.
[3] S. AGUSTÍN, Serm. 184,2.
[4] S. BERNARDO, Serm. 6, en la vigilia de Navidad, nn. 1-2.

1 comentario:

  1. Creo que todo hombre ha pensado en algún momento de su vida que la época en la que vivía era mala o, incluso, terrible; también podemos pensarlo los que vivimos en esta época, pero tenemos una luz inextinguible: Jesús, el Salvador, el Hijo de Dios que se hizo hombre para salvar al hombre.

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