En el altar del cielo –Ara Coeli-, la adoración del
Cordero místico que narra el libro del Apocalipsis y que tantas
representaciones pictóricas y escultóricas han plasmado; en el altar de la
tierra, el altar de la Iglesia,
el anticipo y preludio de lo que se celebra en el Altar del Cielo: la entrega
del Cordero ofrecido en la
Eucaristía como alimento y adoración del pueblo cristiano
peregrino.
El único Altar del Cielo –ara coeli- se hace visible en el altar; un
mismo Cordero, una misma oblación y sacrificio: Jesús que se entrega en el
altar; Jesús que cotidianamente es ofrecido en la Misa diaria; Jesús que
permanece en el Sagrario: presencia verdadera, real y sustancial, que por amor
se convierte en alimento de las almas, compañero de camino, confidente de
nuestra intimidad y centro y Señor de nuestras vidas.
“Haced esto en conmemoración mía”: fue el testamentum
Domini, su entrega y donación en la Última Cena. Instituyó la Eucaristía
transformando el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, no meros símbolos, ni
apariencia, ni banquete de amigos expresión de compromiso, ni recuerdo
psicológico, sino su presencia real y sustancial. Él mismo se ofrece, se da en
comunión y se reserva con amor en el Sagrario. “Oh sagrado banquete –exclama
santo Tomás de Aquino en una antífona- en el cual se recibe a Cristo, se
renueva la memoria de su Pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la
prenda de la gloria futura”.
Desde esa institución de la Eucaristía, la Iglesia ha ofrecido cada
domingo el sacrificio del altar, y ha convocado a sus hijos para participar en la Misa del domingo, sin la cual
no podemos vivir, como afirmaron los mártires africanos de Abitinia en el siglo
III ante el tribunal al ser arrestados por celebrar la Misa dominical. Como ellos, y
al igual que tantos mártires de ayer y de hoy, y de tantos católicos hoy que en
distintos países son perseguidos y encarcelados sólo por ser católicos,
nosotros, sin la Eucaristía,
no podemos vivir.
Ausentarse de la Misa del domingo es desmentir
y negar nuestro ser cristiano, pues no existe cristiano sin Eucaristía.
El amor a Jesús se convierte en amor a la Eucaristía.
El amor
a Jesús es participación plena, consciente, activa y fructuosa en la Eucaristía del domingo.
El amor a Jesús se expresa en la
Misa del domingo. Amar a Jesús, tenerle devoción a Jesús es estar
con Él y acompañarle en el Sagrario y adorarle cuando se expone en la custodia:
¡qué don, qué beneficio de su amor, qué gracia tan generosa, poder vivir la Misa del domingo, poder estar
de rodillas ante el Sagrario y orar con Jesús vivo!
Cuando se descubre así a
Jesús en la Eucaristía,
crece nuestra vida espiritual, la
Misa se vuelve el centro y raíz de todo y se participa con
asiduidad, incluso diariamente. Cuando se descubre así a Jesús en la Eucaristía, la visita a
Jesús en el Sagrario y la adoración de Jesús en la custodia, llena el corazón y
nos va haciendo tener los mismos sentimientos del Corazón eucarístico de Jesús
Salvador.
¿Cómo se puede
vivir sin participar de la Misa
del domingo? ¿Cómo faltar a esa cita sacramental con Jesús? Sin la Eucaristía, sin la
vivencia plena de la Misa, la Iglesia no existiría, si no fuese edificada
constantemente por la celebración de la Santa Misa.
Estos trazos
sobre la Eucaristía
deberían provocar una reforma y renovación en la vida de piedad y, por
extensión, en la liturgia de las parroquias, asociaciones, cofradías y movimientos. Primero, una vivencia mayor y una
participación frecuente en la
Santa Misa, comulgando debidamente, habiendo confesado.
Celebrar la Misa
porque sí, multiplicando innecesariamente las celebraciones eucarísticas,
simplemente para decir que existe mucho “culto”, es vaciarla de contenido,
cuando además, su participación es muy pequeña. La Misa es un don de Dios muy
grande, y no puede ser utilizado de esa forma arbitraria. Es tarea urgente vivir la Santa
Misa dominical,
y animar a cada persona, a cada miembro de asociación, cofradía o movimiento, a participar de la Misa dominical. Además, porque la Eucaristía es
Sacramento de la entrega de Cristo, lo primero debe ser la vivencia espiritual
e interior, sin poner el énfasis únicamente en los aspectos esteticistas
(cirios, flores, paños, ánforas) que dan la impresión, en ocasiones, de que son
los únicos que importan. La
Santa Misa alcanza su culmen en el acto de comulgar, y por la
unión real con Cristo, abre a la catolicidad de la Iglesia.
Por eso hemos de apreciar la belleza de la liturgia y la
sobriedad de nuestro rito romano, realizándolo según desea la Iglesia y no guiados por
caprichos, modas o costumbres, y con una actitud espiritual concreta: la
devoción, que es amor y recogimiento, escucha de la Palabra y acogida del
Sacramento.
El amor a Jesús en la Santa Misa se prolonga,
de forma natural, en la adoración eucarística, en la oración y en la visita al
Sagrario y en la exposición del Santísimo en la custodia. Esto debe formar
parte de nuestra piedad, incluso debe formar parte del ritmo diario de cada
jornada. El papa Benedicto XVI, en su Exhortación Apostólica
“Sacramentum caritatis” lo recomienda:
“La relación personal que cada fiel establece con Jesús, presente en la Eucaristía, lo pone siempre en contacto con toda la comunión eclesial, haciendo que tome conciencia de su pertenencia al Cuerpo de Cristo. Por eso, además de invitar a los fieles a encontrar personalmente tiempo para estar en oración ante el Sacramento del altar, pido a las parroquias y a otros grupos eclesiales que promuevan momentos de adoración comunitaria” (n. 68).
No pases
delante de una iglesia abierta sin pararte unos minutos ante el Señor en el
Sagrario. Él te espera, manso y humilde de corazón, para compartir tus cargas y
tus cansancios.
El Sagrario guarda tras su puerta el Pan que, consagrado
en la Santa Misa,
se ha convertido en el Cuerpo de Cristo. Una vela roja arde siempre encendida
cerca de él, como una señal para que siempre se sepa dónde está el Santísimo.
Cuando se pasa delante del Sagrario, y sólo para el Señor sacramentado (no ante
cualquier altar, retablo o imagen), se hace la genuflexión, es decir, un signo
que consiste en poner la rodilla derecha en tierra, pausadamente, para saludar
al Señor en homenaje de amor y reverencia.
Para vivir la Santa Misa y saber adorar al Señor en el
Sagrario, la Virgen María
se convierte en educadora y maestra espiritual. Ella nos lleva al altar del Sacrificio; la Madre nos acerca a su divino
Hijo. La Virgen María,
como señalara Pablo VI, es modelo de participación en el culto divino porque es
la Virgen
oyente (de la Palabra
de Dios), la Virgen
orante (sabe orar, meditar y contemplar), la Virgen oferente (se ofrece y ofrece a su Hijo).
Sin la Santa Misa, sin la Eucaristía no podemos vivir.
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