miércoles, 6 de junio de 2018

¡Corazón de Jesús!



¡Corazón de Jesús, en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad, ten misericordia de nosotros!

          Grande es tu amor, Señor; tan grande e inconmensurable, que te has hecho uno de nosotros, igual a nosotros en todo, excepto en el pecado. De esta forma, Jesús, asumes todo lo humano y lo redimes; más aún, has hecho una auténtica experiencia humana para poder sanar de raíz nuestro corazón, siempre inclinado al pecado, y elevarnos a Ti, haciéndonos participar en la naturaleza divina.

            Tu Corazón, Señor, es el centro de toda tu Persona; la sede de la voluntad y de los sentimientos más nobles y puros; entrar en tu Corazón es penetrar en tu Persona misma, en tu misterio, en tus entrañas de misericordia; asomarnos a tus llagas, cuales ventanas, es ver la riqueza desbordante de tu personalidad: todo amor, amor hecho Carne, amor humanado en tu santa Encarnación; amor recio y nada pueril, que ama hasta el extremo de dar tu vida por nosotros, por todos y cada uno de nosotros. “¡No hay mayor amor que quien da la vida por sus amigos!” (Jn 15,33). ¡Qué decisivo y vinculante poder decir: “Me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20)!

            En ti “habita corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2,9) y, al mismo tiempo, en tu santa humanidad, “amaste con corazón de hombre” (GS 22).

            El secreto del cristianismo no radica en una moral o en un pensamiento o ideologías; el secreto del cristianismo es dejarse fascinar por Ti, entusiasmarse por Ti, vivir en el asombro de tu amor, compartir la vida contigo. El secreto y la fuerza misma del cristianismo es tu Corazón: de aquí nace la verdad de la fe, la pasión y el amor por Ti y los hermanos, la entrega de la vida a Ti en el servicio a la Iglesia; el apostolado, el sacrificio, la oración. “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1).


            Hemos creído en el Amor de Dios: tu Corazón es manifestación del amor del Padre; tu Corazón nos busca, nos llama, nos atrae, nos seduce: nos lleva al encuentro personal contigo, el Acontecimiento definitivo que marcará para siempre nuestras vidas.

¡Corazón de Jesús, en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad; horno ardiente de caridad; abismo de todas las virtudes, ten misericordia de nosotros!

            ¡Oh Cristo! Es infinito y eterno tu amor; tu bondad es grande, tu misericordia es eterna, Tú eres clemente y rico en misericordia, cariñoso con todas tus criaturas.

            ¡Oh Cristo! ¡Dulce amor, dueño de nuestras vidas y vida de nuestro amor! Permítenos, aunque sólo sea un momento, un instante, contemplar tu interior, tu abismo insondable de amor para quedar prendidos y enamorados de Ti. Ahora te vemos y oímos y palpamos Glorioso, Vivo y Resucitado, pero tu santa humanidad fue prueba tangible de tu amor: encarnación que es pobreza, pasión voluntariamente aceptada, golpes injustamente recibidos, una cruz que era nuestra por nuestros pecados, unas llagas que aún hoy permanecen en tu Cuerpo Resucitado, muerte en cruz por nuestra salvación y la vida sacramental que brota de tu Costado traspasado, Sangre y agua, Bautismo y Eucaristía significados. “Poner la mirada en tu costado traspasado, del que nos habla Juan (cf. Jn 19,37), ayuda a comprender en verdad que “Dios es amor” (1Jn 4,8). Y a partir de esa mirada a la Cruz vemos qué es el amor y el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar” (cf. Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 12).

            ¡Cuánto hemos de cambiar!
            ¡Cuánto nos queda por convertirnos!
            ¡Cuántas zonas de nuestro corazón necesitan ser aún redimidas!

            Porque nos hemos acostumbrado a tu Presencia, vemos normal tu perdón incondicional en la confesión y apenas lo valoramos, miramos la cruz y no nos conmueve... y al milagro de la Eucaristía le falta nuestro asombro, nuestra adoración, nuestra visita al Sagrario. ¡No lo permitas! Danos una mirada limpia y un corazón sencillo, capaz de entusiasmarse, de fascinarse, de entregarse a Ti. Aparta de nosotros la rutina, la tibieza y la frialdad, que nos alejan de Ti... ¡enciéndenos, por tu Espíritu, en el fuego de tu amor! “Ya que Tú nos has amado antes y nos has hecho ver y experimentar tu amor, permite que nazca también en nosotros el amor como respuesta” (cf. Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 17).

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