Independientemente
de la formación académica, de los estudios, de los libros (cosas éstas todas
muy buenas en sí), los santos adquirieron un conocimiento distinto y superior,
más incisivo y penetrante, más conforme a la verdad, sobre las personas, las
cosas, el mundo, la realidad misma.
En
cierto sentido se puede afirmar que los santos son sabios. No lo son según el
mundo, y tal vez no tenían algunos de ellos aptitudes para el estudio o la
investigación, incluso muchos no supieron leer ni escribir; eran sabios no
según el mundo, sino según Dios.
En
los santos, el Espíritu Santo derramó abundantes dones de ciencia y de
sabiduría. Por eso hablaban con profundidad inusitada; veían con luz
sobrenatural más allá de las apariencias, entendían mejor que nadie la
realidad, podían discernir con acierto y rapidez, casi intuitivamente, llegaban
a aconsejar certeramente, eran capaces de leer en el alma del otro o, al menos,
comprenderle plenamente y orientarlo según Dios.
Era
un saber distinto, superior, sobrenatural. No era adquirido, sino recibido y
madurado pacientemente en el santo.
Son
sabios, sí, no porque sepan algo que el resto de los hombres desconoce, o
porque sean unos valientes coherentes con su fe, sino porque han gustado el
amor del Señor. Realizada esta experiencia del amor de Cristo, el santo sabe
que vivir la fe es muy serio, que compromete más que el trabajo o la familia y
han aprendido y saben que hay que tomarse en serio la vida y que el Señor no los
decepciona. Sabios al descubrir la seriedad de la vida cristiana y entregarse,
sabios al no anteponer nada al amor de Cristo.
Son
sabios, sí, porque han recibido una sabiduría nueva y superior, la de Cristo
crucificado, y ya nada los retiene ni aprisiona, y se libran de la mentalidad
del mundo y de la carne, ¡porque tienen la mente de Cristo!
Vivimos
nuestra fe cristiana inmersos en la historia de los hombres, dentro de las
coordenadas del espacio y del tiempo. En cada época histórica la Iglesia ha sido testigo de
cómo muchos hijos suyos han abandonado los criterios de este mundo y han optado
con firmeza y valentía por seguir la sabiduría de Dios (cf. Rm 12,2), esa
sabiduría que está escondida a los soberbios y orgullosos, y que sólo los
sencillos son capaces de comprender, sentir y vivir (cf. Mt 11,25).
Son
guiados por una sabiduría superior, y la reflejan y comunican en su rostro, en
su gesto, en su palabra, en su consejo, en su orientación, en su conducta, en
sus decisiones. ¡Cuántos acudían a ellos porque les hablaban con autoridad, con
otro tono y peso que cualquier otra persona! Tenían fuerza sus palabras, veían
con claridad lo que otros no acertaban ni a vislumbrar, captaban en la historia
el hilo de la Providencia
divina.
Por
gracia, despacio, han ido recibiendo un conocimiento nuevo, distinto. En grado
sumo lo recibieron los místicos, pero en grado menor, todos los santos.
“Hay
otro género de conocimiento que es propio especialmente de los místicos. Lo
llamaríamos de buena gana un conocimiento cuasi metafísico o un conocimiento de
las cosas por su causa primera. Impresiona el carácter infalible que reviste la
libertad de los santos. Su conocimiento de los misterios de Dios, superando la
pesadez del razonamiento, va indiscutidamente a lo esencial. Conocen por dentro
al Huésped de su alma. Lo mismo sucede con el conocimiento de otro, que no les
turba ningún factor personal y ven en el otro lo que escapa a las miradas
exteriores.
Por
el hecho mismo de que estos místicos han llegado a la vida deiforme, las
operaciones de sus facultades cognoscitivas y volitivas sufren un cambio
misterioso. Y no es raro encontrar místicos que parecen haber recibido de Dios
luces, aun en el conocimiento de los hombres. En general, se piensa que se
trata aquí de una intuición de carácter general. El místico, al haber llegado a
una unión especialmente íntima con la
Causa primera, ve las personas y las cosas a la luz de esta
misma causa.
San
Juan de la Cruz
afirma “que en la contemplación del alma descubre las relaciones y las
disposiciones admirables de la sabiduría divina en sus obras”. Las criaturas le
muestran su relación con Dios; cada una eleva en cierto modo la voz para
proclamar lo que Dios ha puesto en ella. No hay que extrañarse de que los
místicos sean metafísicos: la contemplación va derecha al corazón del ser”
(Lafrance, J., Teresa de Lisieux, guía de
almas, Madrid 2001 (3ª), 139).
“Primicia
de la sabiduría es el temor del Señor” (Sal 110). Los santos vivieron el
asombro, el respeto, la admiración ante el Dios vivo y de Él recibieron esa
sabiduría única.
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